martes, 11 de agosto de 2015

BOGOTÁ OTRA VEZ, ESTAMPADA EN MIS ENTRAÑAS.

He conocido más en profundidad a un compañero de piso. Se llama Andrés y tiene los ojos azules, la barba poblada y la lengua veraz. No le importa hablar de sentimientos, de las cosas malas que le han pasado y toca la guitarra con un estilo académico y suelto a la vez, como Eric Clapton. Ayer le toqué algunas canciones mías. Dice que escribo bacano y que tenemos que ensayar un repertorio para tocar por Bogotá. Que si quiero, tiene unos amigos en un estudio que podrían ayudarnos a grabar algunas canciones. Tenemos que encontrar un lugar con buena acústica y concurrido a la vez, para tocar sin estar amplificados. Ninguno de los dos tenemos dinero para comprar equipo de combate, pero todo se andará.  Aquí les encanta Aute, Silvio Rodriguez, Sabina y cosas así. Ninguno es difícil de tocar, así que podremos hacer un buen repertorio pronto.
Ayer me acompañó a la audición, pero como llegamos tarde no pudimos hacerla y nos tuvimos que subir a la terraza del bar a tomarnos unas cervezas mientras el sol caía sobre las tejas de la candelaria. Menudo sufrimiento, ¿Eh? Allí estuvimos dos horas contándonos la vida, hablando de música y del tiempo perdido, de las piedras que cargamos en las mochilas, de cómo nos podían destruir nuestros países. De fondo, mientras los contornos bajos de la nubes restallaban naranjas reflejando al sol poniente, sonaba Miles Davis y su opiácea trompeta.  El jazz puede llegar a meterse muy dentro si el momento es propicio y ayer lo escuché atento, más que normalmente, y mientras racionaba mi tercio atendía  alguna explicación sobre el tempo de la música que me regalaba Andrés.

Fue un momento maravilloso. Eso es el viaje. Conocer personas y, si tienes suerte como yo ayer, descubrir que en España sería amigo tuyo igualmente.  Presiento que este es el inicio de una gran amistad. Y me emociono mientras lo escribo, porque la amistad , como el amor, es el mejor compendio de sentimientos que existe entre personas que no son familia.

A la vuelta nos llovió tanto que paramos en una esquina cubierta y saqué la guitarra y me puse a tocar. Y claro, yo cuando toco me emociono y se me olvida todo, pero la cara de atención de Andrés pronto tenía un claro atisbo de inquietud así que le pregunté si corríamos el riesgo de ser asaltados allí (en una esquina bajo unos soportales, de noche, en la candelaria) y me dijo que un poquito. Yo creo que lo de un poquito lo dijo por no joderme, pero ese poquito me sonó a "chaval, más te vale que seas cinturón negro de Nin Jit Su, Ai Ki Do, y Fu Jit Su  a la vez, porque si no Vamos A Morir Aquí y Ahora".

Vale Javi, estás capullo. ¿Te crees que estás en la jodida plaza del Glop, en el califato independiente de Benimaclet? Al instante todas las motos que pasaban eran posibles atracadores. Todas las personas que nos cruzábamos llevaban algo bajo la chaqueta. En fin, la clásica paranoia del turista imbécil perdido. Menos mal que pronto apareció una parada del Transmilenio y nos subimos en nuestro autobús.

Y allí pasó algo que  casi podría calificar de epifanía.

Apareció un señor que se puso a cantar y a tocar la guitarra. Pero no uno cualquiera, no. Ese en concreto. Era moreno y de piel oscura, algo cetrina, mayor, aunque no me quiero arriesgar en ponerle una edad, porque estaba claro que la vida para él tenía mucho de boxeo. Era dueño de una maravillosa voz profunda y cascada, portadora de un amplio registro tan dulce como canalla.  Tocó boleros de amor, claro que si. De esos que hacen equilibrismos entre la elegancia y lo cursi con sus letras explícitas y sus notas sencillas.  No sé que me gustó más, su voz o la forma que tenía de tocar, aguantando el equilibrio milagrosamente, mientras el autobús pegaba frenazos y abría sus puertas para que subieran y bajaran los viajeros. Él estaba ahí, en medio de un trasiego brutal y desconsiderado, y el cabrón no dejó de tocar ni un sólo segundo, como un funanbulista que no sabe que lo es, adaptándose al entorno cambiante y milimétrico, tocando con la guitarra en vertical, con el mástil muchas veces apoyado en su frente. Además, su guitarra era un desastre: barata, echa polvo, vieja y rota, afinada todo lo posible, que no era mucho. Ni siquiera tenía cejuela, esa pequeña pieza blanca al lado del clavijero donde se apoyan las cuerdas. Había puesto una cejilla.
Para volverse loco.
Pues qué bien sonaba ese hombre. Su arte, con los recursos de los que disponía, se habría abierto paso en cualquier sitio. Mucha gente le dimos algo de dinero.
Menos mal que encontré doscientos pesos en un bolsillo, porque al principio creía que sólo tenía un billete de 10.000 y se me había planteado en dos milisegundos un dilema moral del tamaño del mostacho de Nietzsche.
Ese hombre me alegró la vida y él lo sabe, porque yo iba con mi guitarra y una sonrisa que abarcaba la vía láctea y se fue haciéndonos reír a todos con un chascarrillo acerca de las cuotas que todavía tenía que pagar de su Toyota.
Hay algo en los músicos callejeros cascados que me inspira una ternura y admiración difíciles de explicar. Puede que sea (o yo los idealizo así) que casi siempre su mirada es de triunfo a pesar de la derrota que les rodea.

 Para vivir así de libre has tenido que renunciar a muchas cosas y a muchas personas, pero son literatura pura y mucha gente les envidia en secreto, sin ni siquiera saberlo.

Dos paradas mas tardes todo cambió. Se subió un pobre hombre, deshecho y creo que drogado, y se puso a gritar, (gritar es gritar, no es una licencia artística) su historia. Aquí es muy típico que alguien se suba al autobús y cuente a los viajeros una serie de catastróficas desdichas antes de pedir dinero. Quiero decir diez, quince minutos hablando (hablándome, desgraciadamente estaba a mi lado) a grito pelado sobre los males más terribles y humillantes que le pueden pasar a un ser humano, en este caso a él, concretamente. Entendí más o menos entre el diez y el veinte por cierto de lo que dijo, menos mal, mientras veía como absorvía, involutantiamente pero con ansia a la vez, toda la buena energía que había dejado el artista de antes.

No sé si es justo o que, pero nadie le dimos un peso.

Por cierto, hablando de pesos, cuando llegué a casa tenía una llamada perdida de Andrés, el español que trabaja en una empresa de cerámica. Nada más entablar la conversación le dije que tocaba la guitarra y que por eso no lo había oído y él me dijo. ¿Ah si? Yo toco la batería. ¡Astias!, pensé, ( no ostias, no. Astias, con la boca bien abierta)
¿De dónde eres? Me pregunta. De Benimaclet, Valencia. ¡No jodas!, suelta el tío, Yo de Vinaróz, al lado de Burriana, pero estudié en Valencia la carrera. (!!!!) Oye,  me dice, quedamos en llamarnos el jueves para conocernos en persona. Traéte el currículum, a ver que se puede hacer.

Pero eso es otra historia. Ya la contaré.


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4 comentarios:

  1. Viajar y conocer gente es la mejor medicina que se les puede recetar a los nacionalistas que creen ser el ombligo del mundo: se curan rápido.
    Un saludo.

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  2. Me ha gustado lots, me he emocionado casi como si estuviera allí, tienes cuenta de paypal, no tengo de crédito.

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  3. Hola Pin. Lo siento, no tengo cuenta de paypal. Debería hacérmela. De todas formas no necesitas tarjeta de crédito, con una de débito sobra. Esta noche intento hacerme una de paypal.

    Gracias por leerme man. Es todo un honor, viniendo de un lector como tu.

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