Mi helado oscuro

En esta página iré añadiendo poemas y textos que me exploten en las narices durante mis viajes, tanto míos, como de otros autores.



26/08/2015

Para Andrés Caycedo, mi hermano encontrado,
y su don maravilloso.


EL LADRÓN DE VOCES.


Capítulo 1.


El día que aprendí a robar las voces de la gente, comprendí, con la dolorosa claridad que otorga un latigazo, que también debía asesinarlos.  Había sido un día de mierda, impregnado de fracaso, lluvioso, sucio, maloliente. Un día de fachadas horribles y gestos huecos.
Esa tarde volvía de hacer una audición en uno de esos bares que sólo admiten fantasmas de sí mismos y había conseguido asiento en un autobús articulado atestado de gente. En la audición,  como siempre, la respuesta había sido un no tan educado como falso. Podía verlo en sus miradas. Siempre era igual. Me ponía a tocar la guitarra alguna canción de mi autoría y los primeros momentos todo iba bien, pero pronto pasaba lo mismo. Un cambio de postura. Un cruce de miradas. A veces unas risas soterradas y cómplices con los camareros.
-¿Que le ha parecido?-Preguntaba yo al terminar, intentando esculpir de mis entrañas algo parecido a una sonrisa.
Las respuestas eran, invariablemente, un estándar del dolor.
-Bien, pero no estamos buscando eso. Buscamos canciones conocidas, algo que la gente se sepa.
Mentira. Buscan alguien que cante bien. Lo he visto. He visto a toda una audiencia dejar sus conversaciones en el aire ante una voz poderosa. Es como un hechizo. Dejan de besarse. De beber su cócteles. Se atragantan. Incluso una vez vi una pareja salvarse de sus propias ruinas. A veces son canciones basura. Pero eso no importa. Si alguien tiene una buena voz, y canta bien, no es un cantante. Es un hipnotizador.
Y eso es lo que subió esa tarde al autobús.
Apareció un hombre que se puso a cantar y a tocar la guitarra. Pero no uno cualquiera, no. El primero de todos.  Era moreno y de piel oscura, algo cetrina, mayor, aunque no quise arriesgarme en ponerle una edad, porque estaba claro que la vida para él tenía mucho de boxeo. Era dueño de una maravillosa voz profunda y cascada, portadora de un amplio registro tan dulce como canalla.  Tocó boleros de amor, de esos que hacen equilibrismos entre la elegancia y lo cursi con sus letras explícitas y sus notas sencillas.  No sé que me gustó más, su voz o la forma que tenía de tocar, aguantando el equilibrio milagrosamente, mientras el autobús pegaba frenazos y abría sus puertas para que subieran y bajaran los viajeros. Él estaba ahí, en medio de un trasiego brutal y desconsiderado, y el cabrón no dejó de tocar ni un sólo segundo, como un funambulista que no sabe que lo es, adaptándose al entorno cambiante y milimétrico, tocando la guitarra casi en vertical, con el mástil muchas veces apoyado en su frente. Además, su guitarra era un desastre: barata, echa polvo, vieja y rota, afinada todo lo posible, que no era mucho. Ni siquiera tenía cejuela, esa pequeña pieza blanca al lado del clavijero donde se apoyan las cuerdas. Había puesto una cejilla improvisada.
Para volverse loco.
Qué bien sonaba ese hombre. Su arte, con los recursos de los que disponía, se habría abierto paso en cualquier sitio.
Y yo lo quise.
Pasé de largo mi parada. No podía dejar de mirarlo. ¿Por qué era tan injusto? Yo hacía canciones. Él cantaba las de otros. Con su voz yo podría hacer temas que más tarde cantarían juglares de todo el mundo a los viajeros perdidos y a los turistas molestos.  Podría inventar nuevos estilos. Edificar himnos en los cimientos del aire. Podría…
El autobús se fue adentrando en un barrio pobre y olvidado y casi se quedó sin viajeros, pero el hombre siguió cantando. No sé qué fuerza me impulsó a levantarme y colocarme enfrente, cerca, a escasos pasos de distancia. Y, ciertamente, no recuerdo haber recorrido la pequeña distancia que me separaba de él, pero lo hice hasta que me vi reflejado en sus ojos. Mi cara surcada de ira. De asombro. Vi en sus córneas la envidia de las mías, inundándose con una espuma verde y reluciente.
Dejó de cantar. Yo había abierto sin permiso un canal de comunicación indestructible. El bus seguía renqueante, parada tras parada, ya vacío. Fuera, los edificios altos habían dejado paso a manzanas de casas bajas de ladrillo al descubierto con techos de madera o uralita. Miles de cables, ladrones de la luz, cosían el cielo contaminado. El asfalto había sido sustituido por tierra embarrada y charcos donde los perros pulgosos hacían sus necesidades. Nosotros ignorábamos todo aquello, incluso los violentos saltos del bus sin amortiguación.
El hombre estaba aterrado y yo lo notaba. Me sorprendí disfrutando de ello. Ninguno de los dos hablamos, pero mantuvimos un diálogo dantesco.


“Dámela. Dame tu voz”


“Es lo único que tengo”


“Y qué más da eso. Todos los días hay millones de personas que pierden lo único que tienen”.


“Por favor…”


“No tengo opción”


Y me acerqué tanto a su mirada que la envolví con una vida entera de rabia y desesperación. Ni siquiera me fijé en la suya. Sólo mi vida, mis días trabados de injusticia y hastío.  El hombre no pudo soportarlo, así que sus ojos comenzaron a desbordar unas lágrimas grandes y sucias como diamantes recién extraídos de la mina más profunda de la tierra. Intentó decir algo en voz alta,  pero no pudo. En cambio yo…


-Ahora puedo cantar. -dije con una voz profunda y melodiosa, que nunca había sido mía.


Si el hombre me había estado mirando con miedo, ahora era auténtico pavor lo que impregnaba cada célula de su ser. Coincidieron mis palabras con una parada establecida y se abrieron las puertas del bus con su característico resoplido, revestido ahora con un toque burlón. Saltó a la oscuridad del barrio de chabolas como lo habría hecho un cervatillo acorralado con la aparición de una repentina vía de escape. El conductor emprendió la marcha y yo salté tras el animal justo antes de que se cerraran las puertas. Mientras corría, pensaba en lo que ocurriría si no lo alcanzaba.


“Su voz volverá a él. Cualquier día, cantando en cualquier escenario, yo volveré a ser yo.Y no podré soportarlo. Corre, maldita sea, corre”.


Es curioso, pero tuve la sensación de que era a mí a quien perseguían.


Lo alcancé mientras tomaba aire boqueando como un siluro fuera del agua, apoyado en una farola,  sumergido en su círculo de luz anaranjada. Supongo que hay momentos en la vida de las personas en los que las cosas que más quieres no importa una mierda, porque su guitarra había desaparecido.


Siempre creí que iba a ser más difícil matar. Todas esas milongas del remordimiento. La resistencia de la víctima. La lucha por la supervivencia. Nada de eso es cierto si la víctima está irremediablemente aterrada, es decir, casi siempre.  Por lo demás, cuando una persona llega hasta el momento crucial de matar a otra, sobre todo a la primera, se da cuenta de que toda la vida le ha conducido a ese momento y no le importan las consecuencias. Es un acto de pureza. Dos vidas. No hay equilibrio. Una muerte y una vida: el equilibrio se restablece. Y no hay Dios que te reprima. El cosmos es Dios. Y al cosmos se la suda absolutamente todo.
Lo hubiera estrangulado, la verdad, pero tuve miedo de dañar sus cuerdas vocales, así que lo único que hice fue estamparle la cabeza una y otra vez contra la farola hasta que su interior quedó al descubierto como una de esas flores que sólo se abren de noche, derramando su aroma desquiciado y brutal.
Después de aquello, recuerdo volver andando a casa interpretando canciones de la infancia con mi nueva voz , portentosa y colorida como un día de primavera, atravesando las calles más peligrosas de la ciudad.
Nadie se atrevió a molestarme.



CAPITULO II.  


Al día siguiente me levanté tarde y feliz sin saber por qué, igual que un oso que se despierta de su hibernación. Una luz potente, como el foco direccional de un teatro, se abalanzaba intermitentemente sobre mi rostro. Era la pareja de danza de una caprichosa cortina que bailaba al son de las corrientes de aire que entraban en mi habitación. Me quedé unos minutos en la cama, saboreando aquel momento. ¿Que estaba pasando?
La última vez que me había despertado contento sin saber por qué debía tener doce años.
Es una sensación extraña. De niño no, claro. Pasaba a menudo.
“¿Que pasa hoy?” Me preguntaba. Y, presa del duermevela, era incapaz, al principio, de racionalizar la emoción. “Ah claro, es mi cumpleaños” o “¡Es verdad!, ¡El viernes nos vamos de excursión!”. A veces estaba contento sin motivo. Por más que indagara en mi vida no era capaz de encontrar la causa de mi alegría y al final dejaba de buscarla. Supongo que así es la felicidad para cualquier águila.
Esa mañana tardé bastante tiempo en darme cuenta de lo que había sucedido la noche anterior. El miedo y el dolor.  El robo de una voz y de una vida. La felicidad extrema del camino a casa. Tardé en comprender el tiempo que el empleé en desayunar y entrar en la ducha.
Empecé silvando una melodía improvisada. Pero pronto surgieron palabras en mi mente, exactas y potentes.


“Estoy en el cielo
dejándome caer
hacia el centro de tu piel.
Soy como un mendigo
en un banquete cruel
no puedo dejar de comer”.


Era una canción de amor, claro que si, y cuando alcé la voz para cantarla casi me da un infarto. La pasada noche estalló en mi cerebro como una bomba de racimo, inundando todos los recovecos. Su mirada, mi ira, mi envidia, mi atrevimiento, el robo de su voz, la persecución, la muerte, la sangre, el olor a espliego y madreselva en el cénit de su podredumbre. Todo eso me asaltó en la ducha, en cuanto alcé la voz para cantar. ¡Que voz! ¡Qué maravilla! Intenté cantar en una octava más baja. ¡Increíble! Dos más altas, tres, cuatro. ¡Un registro de cuatro octavas y media! Eso era como poseer la mayor riqueza sobre la faz de la tierra.
¿Y el color? Mi nueva voz era acogedora como un edredón de plumas, como una madre benévola, como un fuego encendido en la isla del náufrago, pero también podía ser autoritaria y austera. Salí de un salto de la bañera y fui desnudo a tocar la guitarra. Hice la canción en media hora. Por eso mismo fue mi mejor canción hasta ese día.
Hay que huír de lo pensado. En algún lugar del alma hay un acceso a un río cuyo caudal no soy ni sentimientos ni ideas, sino algo intermedio, que va directamente a la felicidad absoluta. Es un río bravo, lleno de rápidos y en cualquier momento puedes ser expulsado del torrente hacia zonas estériles. Una llamada, el volumen alto del televisor, el puto whatsapp. Cualquier cosa te puede sacar del placer de estar creando algo que antes no existía, incluso el pasado o el futuro. Sobre todo el pasado o el futuro. A ese río sólo se puede acceder en el presente.
Una vez estuvo creada la canción no cesé de repetirla una y otra vez, cambiando esto y lo otro, subiendo la voz aquí, encajando mejor una métrica allá, incluso decidiendo arreglos. A veces me pasa que estoy tan metido en la canción que oigo arreglos. Los oigo de verdad. Esa mañana surfeé las olas de mi río como lo hubiera hecho Robert Duvall en Apocalypsis Now. Sólo por esa mañana había merecido matar al desgraciado de anoche. ¿Qué demonios hacía cantando ahí con un registro de cuatro octavas y media? Hay que ser muy valiente o un completo estúpido. En un autobús, casi de noche, la gente sólo piensa en llegar a casa, está jodida, cansada de escuchar a su jefe como la abronca una vez tras otra. No es un público adecuado.
Yo tenía otras intenciones.
Esa misma tarde fui al bar donde me habían rechazado la tarde anterior. El encargado se encorvaba sobre un montón de papeles y un pequeño portátil que había encima de la barra.
-Buenas-dije con una sonrisa en la boca.
Me miró extrañado, como si acabara de aparecer en el bar un extraterrestre con guitarra.
-Hola-contestó examinándome durante un segundo y volviendo la vista a los papeles.
Era evidente que no estaba mirando nada, excepto su propia contrariedad.
-Venía a ver si me da usted una segunda oportunidad.
-Ahora no puedo. Las audiciones son los lunes.
-Le aseguro que no se arrepentirá.
El hombre volvió a mirarme, esta vez de una forma entre altiva y condescendiente.
-Estoy ocupado.
-Pero…
-Le he dicho que estoy ocupado.-Graznó interrumpiendo.
La rabia subió incandescente por mi garganta, como la lava de un volcán mil años dormido que por fin despierta, pero no dije nada. En vez de eso, saqué la guitarra de su funda.
-¿Se puede saber qué hace?
-Voy a interpretar una canción que he escrito esta mañana.
-¿Está loco? Le he dicho que las audiciones son los lunes. Usted la hizo ayer.
-No me salió bien.
-En eso estamos de acuerdo. Ahora, por favor, váyase y déjeme trabajar.
-No.
El hombre dejó los papeles. Su rostro había adquirido el aspecto de una hiena con reflujo.  
-Si no se va voy a llamar a la policía.
-Perfecto, vaya marcando.
A estas alturas algunos parroquianos que se encontraban en el bar habían salido de sus sombras y empezaban a grabar con móviles toda la escena. El encargado descolgó un teléfono que había detrás de él, fijado en la pared, cerca de la entrada de la barra. En ningún momento había hecho ademán de cruzarla. Estaba claro que era un cobarde.
Me puse a cantar a la vez que tocaba las primeras notas de la guitarra y el sonido de mi voz interrumpió la marcación del número de la policía.
Se giró estupefacto.
-Pero…-acertó a decir.
La interpreté tranquilo, confiado y, a la vez, como si me fuera la vida en ello. Era una canción aparentemente sencilla, pero la melodía de la guitarra iba por un lado y la de la voz por otro, generando armonías imposibles y, a la vez, perfectamente digeribles. Cualquiera que la escuchara pensaría  cómo era posible que nadie la hubiera creado antes. Era una de esas melodías que parece que han formado parte de uno toda la vida, aunque sabemos que no es así porque es la primera vez que la escuchamos.
Unas quince personas se encontraban en el interior del bar cuando terminé y todas estaban con la boca abierta. Al cabo de unos segundos en los que la canción termino de posarse sobre todas las cosas, alguien dijo algo a otra persona.
-¿Lo has grabado?
El encargado colgó despacio el teléfono que había estado sosteniendo en el aire mientras sonaba mi música.  El click subsiguiente rompió el hechizo.
-Vaya.-dijo.
-¿A que sí?-contesté saboreando el poder.
-Vale. ¿Puedes tocar esta noche?
Sí. Lo tenía. Por fin. Después de tantos años, era un músico profesional.
-La verdad es que no.
Yo me sorprendí tanto como él al oír mis palabras.
-¿Perdona?
-Que no. No voy a tocar en este antro de mala muerte. Lo siento.
-¿Cuanto quieres?
-De ti, nada
-Dime una cantidad.
-Lo siento, ya no tengo precio.
Guardé la guitarra en su funda y salí con una sensación de júbilo incontenible restallando en todas las fibras de mi cuerpo. El hombre salió tras de mi.
-¿Te puedo hacer una pregunta?-dijo mientras sostenía la puerta abatible de su bar.
-Eso sí.
-¿Qué te pasó ayer?
Semejante pregunta merecía una respuesta apropiada.
-Que era yo.-le dije.
Y me fui consciente de que mi respuesta sólo le había planteado más dudas.
Las calles de la ciudad me parecieron más hermosas que nunca mientras me alejaba. El cielo estaba, como siempre, cubierto por un manto seboso de nubes negras, pero un rompimiento de gloria se había instalado en la pequeña plaza que cruzaba en ese momento y me puse debajo de uno de los rayos de sol plateados que dejaba escapar con la cabeza echada hacia atrás y los brazos extendidos en cruz. ¿Y si estaba tocado por una especie de gracia divina? ¿Que clase de persona era capaz de robarle la voz a otro ser humano? Alguien merecedor de ello, sin duda. Me fui agradecido de allí hacia mi casa trazando las líneas maestras de lo que se avecinaba.
Tenía un plan.



Capítulo III

Me fui de la ciudad.  Saqué el poco dinero que tenía y alquilé una casa de piedra en un pueblo perdido entre escarpadas montañas y  bosques dormidos  en la niebla. Presente desde primera hora de la mañana,  la bruma se disipaba a partir de mediodía y sólo durante unas horas. Nunca había sido un habitante de esa  opacidad húmeda y etérea. Me encantó. Me maravilló comprobar cómo los sonidos viajaban más libres y llegaban más lejos en brazos de la niebla. Después de la siesta, el repicar de los cencerros de las vacas se acentuaba indicando su vuelta a los establos  y llegaba a mis oídos desde varios kilómetros de distancia. A esa hora, mediada la tarde, la niebla ya bajaba de nuevo a través de los caminos y las veredas de los ríos, engullendo árboles como si el bosque fuera un ente único y narcisista que sacara su lengua para saborearse a sí mismo.
El pueblo era pequeño, inexplicablemente emplazado en una gran terraza natural de la ladera norte de una  montaña de formas caprichosas, cuya cúspide terminaba hendida en el centro, como si un dios rabioso hubiera descargado su mandoble sobre ella. Sus habitantes estaban a merced de la sombra las veinticuatro horas del día.  La aldea tan sólo tenía un par de docenas de casas situadas en cuatro calles dispuestas en formas de cruz que confluian en una pequeña plaza llena de anémicos rosales que nunca daban flor. Tenía un bar, casi siempre desierto excepto a primera hora de la mañana, cuando acudían los labradores y ganaderos a beber antes de irse a los campos y granjas a trabajar.
Yo me pasaba el día allí, en una pequeña terraza, cuyo césped siempre estaba más largo de lo normal, con tres o cuatro mesas de forja y mármol permanentemente mojadas, un gran peral viejo en el centro y vistas a una lejana pared montañosa, recta y gigantesca. Se mostraba verdaderamente imponente cuando la niebla se rasgaba aquí y allá, consintiendo que  la viera. Durante horas la terraza quedaba en silencio, como todo aquel paraje, y yo componía canciones.  Nadie me molestaba. Excepto Erika. Y la verdad es que desde el primer momento que la vi quise ser molestado. La palabra que mejor la define es exótica.  Tenía el rostro envuelto en un pañuelo viejo, de una tela ruda y sucia, deshilachada. La cara redonda, de mofletes rosados y nariz pequeña, servía de marco para unos ojos negros y rasgadamente orientales, pero no al modo chino o japonés, o del sudeste asiático, sino de una forma recta, que no había visto nunca.  Un mechón del pelo más profundamente negro que jamás viera había escapado del cautiverio y  le revoloteaba por la frente sin que ella pareciera advertirlo.
-Eso que tocas se parece al bosque.-dijo con un acento frío y remoto.
Recordaré siempre las primeras palabras que me dirigió Erika.
Mucho después de que olvide como fue el primer beso, o la primera vez que estuve dentro de ella, recordaré esa frase, mística y tierna, llave y cerradura, principio y fin. Haré que esa frase me recorra todo el cuerpo y acabe en mi boca, en cada rincón de mi boca, convertida en algo sagrado, deshaciéndose, como lo haría un trozo de pan mojado en vino.
-Eso que tocas se parece al bosque.
Del leve desprecio inicial de “eso” hasta llegar a “bosque”. Cientos, miles de veces, la repetiré una y otra vez, y otra, y otra más, porque sólo repitiendo las cosas enfebrecido se llega a donde es imposible llegar. 
Ese lugar es ella, después de que la matara.
Si, la invoqué muchas veces después robarle la voz y la vida.  La echaba de menos muchísimo. Habían sido unos días apacibles e intensos a la vez, haciendo el amor en cada rincón de la casa. Paseando por los bosques que rodeaban el pueblo. Parecía entenderme.
Recuerdo una conversación,  paseando por los campos cercanos al río.

-¿Y por eso acabaste aquí? ¿Tan lejos de tu tierra?-le dije mientras le ayudaba a saltar un riachuelo.
-¿Te parece poco?
-No he querido decir eso. Me parece injusto, simplemente.
-¿Qué más da que te parezca injusto? No puedes hacer nada.

Ella era así de directa. Siempre. Poseía la extraña cualidad de decir lo que pensaba sin ningún tipo de filtro.

-¿Y por qué aquí?
-No podía alejarme del bosque.
-Pero hay muchos bosques entre Siberia y esto. Te has ido a treinta mil kilómetros de distancia.
-Pues no son suficientes.

Su mirada, clavada de repente en una planta repleta de púas, como si esta contuviera un secreto asombroso pero ininteligible, dejó de estar en el presente. Pasados unos segundos logró romper el hechizo, escupió al suelo y se adelantó apresurando el paso, camino de regreso.

La noche siguiente me contó su historia. Es de extinción y desgracia, de pasiones que abren caminos de sangre en lo profundo de las cosas, de muerte a lo querido.  
Sabed que huyó lo más lejos que pudo de su infortunio porque no había fuerza en el universo que le empujara a hacer otra cosa,  y que vino a parar a mi.  Ese es el fin de la historia, y como siempre, lo más importante. Lo malo de contar historias es que siempre acaban. Da igual que acaben bien. Siempre acaban. ¿No debería ser esa la definición del mal?
Al día siguiente, después de haber hecho el amor con ella y de haber comprobado que era el alma más libre de cuantas conocería, me desperté temprano con ganas de preparar un  buen desayuno. En un momento en mitad de los quehaceres oí la melodía.  Fue tan hermosamente extraña que se me cayó un plato de loza de las manos, rompiéndose en mil pedazos al llegar al suelo. Me corté mientras la recogía, pero apenas presté atención al insignificante hecho. ¿De dónde salía esa música?
¿Era la televisión? Imposible. Agua. Ruido de agua cayendo en un plato de ducha. ¡Erika! ¿Era ella? No podía ser. Tenía la voz dulce y esta era…era…¿Cómo era?  Ni de hombre ni de mujer, ni oriental, ni occidental, ni latina ni anglosajona, ni fría, ni cálida. Era de una heterogénea indeterminación, imposible de situar en algún sitio. Pero te acogía. Querías conocer todo acerca de esa melodía, de ese tono, de ese idioma que sonaba a los albores del tiempo. Me aposté detrás de la puerta entreabierta del baño. Ella seguía cantando. Era cambiante, eso seguro. Tan pronto cantaba una melodía definible como hacía que esta se rompiera en pedazos. De repente aceleraba sin sentido o todo fluía lento como un invierno en el ártico.  Explosiones de alegría agudas y brillantes eran precedidas de réquiems tristísimos. Todo se refugiaba en una especie de unidad cristalina, frágil a primera vista, pero potente y verdaderamente hechizante.
Yo temblaba tras la puerta del baño, pero me repuse y fui a la cocina a coger uno de esos cuchillos, anchos y cuadrados, que siempre descansan clavados en un tronco después de que el carnicero haya despiezado un ternero, o lo que sea.
Volví al baño a paso lento con el cuchillo escondido a la espalda. Ella seguía en la ducha, tras la cortina.
-Abre la puerta del todo, que entre el frío.-dijo al notar mi presencia.
Realmente era una persona extraña.
Me paré delante de ella y corrí la cortina de la ducha. Un grito deliciosamente falso seguido de una risa reluciente como un jilguero secándose al sol inundó la atmósfera del baño. Pero se cortó antes de tiempo.
-¿Que pasa?-dijo mirándome a los ojos.

Vi nieve y lobos y caravanas y estrellas y auroras de fuego. Vi ancianos cantando alrededor de hogueras. Vi heces de reno mezcladas con paja. Vi trampas en el bosque y ritos arrancados a los ancestros. Vi furia y pasión y niebla y melenas blancas de plata y canciones escritas con aceite y dientes molidos en las esquinas del tiempo. Vi heridas cubiertas con sal. Vi carne ahumada y hongos que contenían la respuesta a los misterios futuros. Vi un juicio y llamas azules.
¿Y que vio ella?
No tengo ni idea, pero debió ser horrible, porque su única reacción fue llorar y taparse el sexo y los pechos como pudo, con sus pequeñas manos rudas.
-Por favor…-acertó a decir con un hilo voz cuajada de espanto.
La sangre de mi mano, producto del corte que lucía asombrosamente abierto, la salpicó a ella antes que la de su rostro a mi. Le clavé el cuchillo en la cara  desde el centro de la frente hasta la comisura derecha del labio, abriendo una brecha de varios centímetros en el cráneo. Fue un golpe seco, casi quirúrgico. Cuando logré extraerlo del hueso ella se desplomó como un junco podrido y se hizo evidente que no sería necesario asestar más.
Después de aquello recogí mis cosas, junté todas las bombonas de butano que encontré, abrí el gas de la cocina y quemé toda la estructura.  Estaba a más de dos kilómetros, viendo cómo las llamas se extendían por todo el pueblo, cuando la explosión sacudió toda la ladera destruyendo por completo la casa de Erika.
Recorrí andando el camino hasta la ciudad más cercana. Allí pude coger un medio de transporte que me llevó a la mía. Había tardado más de tres días en llegar, durante los cuales comí y dormí en los bosques, cantando melodías extintas del pueblo de los Yakhás.


¡Colabora!







INSTRUCCIONES PARA LLORAR


Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejanza. El llanto medio u ordinario consiste en una contracción general del rostro y un sonido espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente. Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca. Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando ambas manos con la palma hacia adentro. Los niños llorarán con la manga del saco contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto. Duración media del llanto, tres minutos.
Julio Cortázar


FRAGMENTO DE DESAYUNO EN TIFFANY'S

"No se enamore nunca de ninguna criatura salvaje, Mr. Bell. Esa fue la equivocación de Doc. Siempre se llevaba a su casa seres salvajes. Halcones con el ala rota. Otra vez trajo un lince rojo con una pata fracturada. Pero no hay que entregarles el corazón a los seres salvajes: cuanto más se lo entregas, más fuertes se hacen. Hasta que se sienten lo suficientemente fuertes para huir al bosque. O subirse volando a un árbol. Y luego a otro árbol más alto. Y luego al cielo. Así terminará usted, Mr. Bell, si se entrega a alguna criatura salvaje. Terminará con la mirada fija en el cielo."

Truman Capote.

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