domingo, 27 de diciembre de 2015

DE DESIERTOS Y NEOPUNKIS.

Salimos de Palomino, o la costa de los mosquitos, bien temprano. En la carretera general nos subimos a un bus que nos llevaría directamente a Cabo de Vela. Vaya suerte. Es lo que tiene Colombia, todo ese caos organizado te puede venir bien en muchas ocasiones, así que después de regatear un poco conseguimos los billetes a bastante buen precio.
El bus en cuestión pertenecía a un tour programado: todo muy friki. Gente presentándose en voz alta y todos aplaudiendo y mierdas así. Estuvimos a punto de arrepentirnos de haber subido, pero afortunadamente la guía se calló tras un rato haciendo cosas raras.  El viaje fue curioso: el paisaje cambia en menos de media hora de selva tropical a desierto de cojones.

 No me explico por qué, pero  la mayor parte de la wajira (el término con G es una castellanización) es árida y seca como una suela de zapato.
Fuimos sin saber mucho del sitio, Cabo de Vela, y la verdad es que es otro planeta. No hay nada allí a parte de un pueblo de una sola calle olvidado por todos, sin agua corriente, sin electricidad hasta que se hace de noche, sin aglomeraciones, sin agricultura, sin...
Siempre que llegamos a un nuevo destino nos cuesta un poco adaptarnos, pero a Cabo de Vela no terminamos de hacerlo. Para llegar al pueblo es necesario pasar por Riohacha, una ciudad conocida por ser el final del camino y de la que ni siquiera vale la pena hablar. Después pasas por Uribia, la capital indígena de Colombia. La ciudad es una grieta en mitad del desierto, un polvoriento enclave lleno de gente, comercios carísimos y vendedores de gasolina de contrabando. Esa zona de Colombia está atestada de gasolineras (gente con bidones) ilegales en cada esquina, en cada carretera. Da igual si hay una comisaría de policía al lado. Está más que aceptado. La influencia y cercanía de Venezuela con el combustible es imposible de contrarrestar, por lo visto. También se ven muchas más personas con rasgos puros de indígena. La comunidad wayuu, por lo visto, es la más numerosa. Una gente arisca, calmada y poco dada a las palabras. Hablan su propio idioma entre ellos y es absolutamente imposible entender una sola palabra. No agradecen nunca nada y si lo hacen es con la boca chica. Resulta tan desconcertante como sus miradas.

Atravesamos una gran porción de desierto el día que llegamos a Cabo de Vela. Es increíble como viven algunas personas. Siempre me ha maravillado el misterioso proceso según el cual un pueblo decide quedarse a vivir en algún sitio en concreto.
Me imagino a los primeros habitantes de la wajira.

-Pushaima, ¿Que te parece este lugar?

-No sé, Coleima, estamos a cincuenta y cuatro grados. No creo que a las lechugas y los tomates les haga mucha gracia.

-Tonterías, cazaremos lagartijas y haremos sopas de cactus con basalto. El sitio es cojonudo. Mira que vistas.

-Pero si todo es arena.

-Piri si tidi is irini. Anda, deja de quejarte y trae vigas de madera para hacer casas. Vamos a hacer un poblado to guapo aquí mismo.

-Jefe, aquí no hay árboles.

-Hummmm. Está bien, cogeremos corazones de cactus.

-¿Perdón?

-Cactus, Pushaima, Cactus. Esas plantas tan simpáticas y suaves.

-¿Y como beberemos agua, Coleima?

-El agua está sobrevalorada. Nos quedamos aquí y no se hable más. A ver, ¿Alguien sabe porqué mi lengua está hinchada y se me nubla la vista?

En serio, ¿Por qué alguien decide quedarse a vivir en un desierto? No hay agua. Las únicas sombras las hacen las lagartijas con su panza. ¿Por qué te estableces? Un día tendré una conversación con alguien que yo me sé, que seguro que me lo aclara. (Un saludo Antonio).

En fin, cavilando sobre estas cosas llegamos al lugar. La palabra es desolado.

¿Hay alguien ahí?

Nos bajamos del bus y nos despedidos de los gomelitos que habían comprado el tour y fuimos, casa por casa, preguntando por el alojamiento más barato. Al final conseguimos dos hamacas por siete mil pesos cada una. Dos euros, más o menos.  El tema es que la familia se cagaba un poco en nosotros y hacía su vida, así que si alguien se levanta a pescar a las cuatro de la mañana y empieza a hacer más ruido que un accidente ferroviario, te jodes.   ¿Pues no llega un notas y le dice a mi cara de Me Has Despertado Y No Me Gusta que ya había amanecido? Perdona, chaval, pero que yo sepa es complicadillo ver la jodida vía láctea si ya ha amanecido, y mira, sí, sí, que mires te digo, eso de allí es el otro puto extremo de nuestra galaxia y eso otro de allí es el cinturón de Orión. Lo que quiero decir, a menos que me haya vuelto definitivamente loco, es que todavía es de noche, por los trillones de estrellas y eso. La evidencia de la oscuridad me la dejo, porque es demasiado obvio y esta gente ya me ha mostrado en pocas horas que tienen problemas con lo obvio.
Por supuesto, no le digo nada de eso. No por dos euros la noche.
Aún con todas las incomodidades, las hamacas están enfrente del mar, a escasos cinco metros y es una delicia mecerte suavemente al ritmo de las horas y ver como va bajando la luna hasta ponerse sobre su propio reflejo de plata en la plácida tranquilidad de una mar sin olas, densa en su negrura. De vez en cuando la misma ave  atraviesa su silueta, como un niño que quiere que sus padres le presten atención.


Junto al mar.

Hotel Pulgas.
 Aquí todas las casas, bueno, todas las estructuras, están hechas del corazón de los cactus. Es una especie de caña, pero más densa y flexible y se ve que es muy resistente, aunque el aspecto, adusto y seco, hace que dichas estructuras, ya sea un colegio o un "restaurante, "parezcan abandonadas desde el primer día de vida. Juntan unas varas con otras con un hilo negro hecho con llantas de neumáticos. Aprovechamiento máximo de los recursos. No les queda otra.

Ese día lo pasamos explorando un poco el pueblo, leyendo y bañándonos en el extraño mar. Al día siguiente fuimos en mototaxi a la playa del pilón. Un sitio más remoto todavía, de paisaje marciano y cero turistas.  Allí estuvimos todo el día leyendo y bañándonos en el extraño mar.


Exacto, un poco hasta los huevos. Hay que estar preparado para la desolación. Tener algo entre manos. Un proyecto creativo en marcha, algo que te apasione y puedas hacer allí. Una ficción que te vuelva loco. Sino puede resultar algo aburrido.
Aunque el hecho de conocer a los wayuu ya es de por sí algo increíble. Los ves abrazando la civilización mercantilista, el turismo, la plata y te da algo por dentro, como una penilla, que no tardas en asimilar. Al fin y al cabo, ellos también tienen derecho a ser tan idiotas como nosotros.
Así que los puedes ver con sus todo terrenos, sus bares y sus negocios de aventura. Esperemos que hagan una buena mezcla de su cultura con la nuestra, aunque es muy difícil.
Haciendo café a las seis de la mañana.
Nos fuimos de allí a los dos días y tras parar a descansar en Taganga, bajamos hasta Cartagena de Indias. Que maravilloso centro histórico, por Dios. La ciudad a su alrededor es un infierno de atascos y pobreza, de suciedad y caos, pero el centro, la parte de murallas para adentro, es una locura visual, totalmente colonial, perfectamente conservada. Por cierto, he perdido las fotos, creo, así que las subiré más tarde si salgo a hacer más. Carísimo todo, por supuesto, pero fabuloso. Tan sólo pasear por sus callejuelas llenas de balcones de madera coronados de buganvilla es suficiente para echar el rato. Eso sí, el calor es de mil demonios: pegajoso y potente, desesperante. No me extraña que Francis Drake echara abajo la mitad de las murallas a cañonazos. El otro día yo habría hecho lo mismo. Es un calor que enloquece. Sólo a partir de las seis de la tarde se puede hacer algo. A partir de esa hora las calles se llenan de vida normal, no ese simulacro de turistas comprando y cartageneros pitando en sus coches.  La gente sale a tomar cervezas y se sienta en las plazas a escuchar o ver a los cientos de artistas callejeros que empiezan a ganarse el pan de ese día. En una de esas plazas conocimos a dos italianos que acababan de llegar y tras encontrarnos con unos amigos de Taganga decidimos ir todos juntos a pasar la navidad a Playa Blanca, en Barú, una isla cerca de Cartagena. Allí acampamos en un paraíso, a unos cien metros de un hotel de cinco estrellas, lo que nos vino de puta madre, porque el seguridad nos traía agua y sobras de comida intactas: arroz de coco, pescado frito y cosas así. Todo gratis. Un hurra por Fran. 


Caribe.

Caribe, caribe.

Puesta de sol.

Adri.

Después de cenar.

Amor con protección (antimosquitos).

Nuestro campamento. No sólo limpiamos lo nuestro  al irnos, sino lo que ya había. Asco de punkis. 

Con William, que aunque se llame así y sea un maestro del Didgeridoo es italiano.

Ramiro, Simone, Adri, Francesco, William, Carla y yo. La panda de Barú.

En Bocachica, niños bañándose en un mar lleno de mierda.

Playa Blanca es un paraíso lleno de hoteles y hostales, todo carísimo. A no ser que compres una tienda de campaña y acampes en la arena. En ese caso es todo bastante barato. El sitio es tan bacano que van muchos campistas en plan punki a pasar allí unos días. En esa zona de la playa no hay nada, ni siquiera papeleras, así que hay que andar, y mucho, para tirar la basura en un lugar apropiado, lo que hace que todo el mundo acumule la mierda y luego la deje allí. Da mucha rabia. Lo que hace que los punkis, por lo menos los de aquí, empiecen a darme mucha tirria. Lo siento, todo tu rollo de respeto a la naturaleza y a la vida al aire libre y a la libertad en sí misma me la paso por el forro si te vas de un sitio sin tirar la basura porque tienes que caminar un rato con ella a cuestas. Total, si no es por ese pequeño detalle, el sitio es brutal. Pasamos tres noches mágicas. Es maravilloso compartir lo poco que tienes con gente que acabas de conocer y comprobar que ellos hacen lo mismo. Es maravilloso escuchar la historia de su vida, que hacen, donde viven habitualmente, que piensan del puto Berlusconi. Es genial que te inviten a la toscana segundos después de decirles que en Valencia tienen casa. Hablar de Kapucinski, de Kundera, de Marai, de Cortázar, del (Cli)Ché Guevara, escuchar el profundo sonido gutural y místico del didgeridoo mientras la luna llena cambia del amarillo al blanco inmaculado y todo se ilumina con una especie de luz líquida. Es increíble. Cuando la luna está llena y el campo se ilumina de forma débil pero clara,  con sus sombras y todo, parece que la vida  ha traspasado la frontera, que de alguna forma nos hayamos en el mundo de los que ya se han ido, tan sólo un poco menos tangible que el de los vivos, y que el astro que brilla en el cielo, con su tranquila fosforescencia prestada, no es otra cosa que el sol de los muertos.
La luna llena, ya por la mañana.
Volvimos de allí en lancha hasta Cartagena y nos hospedamos en un hostal muy, muy punki. Diez mil pesos la noche, lo que aquí es la leche, puesto que lo más barato son treinta mil.No tiene nombre, donde Brandon, si acaso.  Eso si, tiene algunas incomodidades. Sólo hay un baño y somos mil. Está al lado de la cocina y no tiene puerta, tan sólo una cortinilla, así que las intrusiones indeseadas son habituales. Ir al baño es, pues, una tensión permanente. Pero que queréis que os diga, hay que ahorrar. Ya queda menos de viaje, unos veinte días y tenemos menos plata que el número 45 de Podemos en las listas, así que nada, nada, a seguir punkeando.

Mañana nos vamos a Tolú y las islas de enfrente y luego ya seguiremos por el interior, de vuelta a Bogotá. Pasaremos por Medellín y alrededores, especialmente Guatapé, un lugar de lagos e islas de rocas redondas, en plan Bola de Drac.

Seguiremos informando.



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