sábado, 12 de diciembre de 2015

DE PASIONES DESTRUCTIVAS Y PLAYAS DESIERTAS

La Iglesia más antigua de Colombia. 


Santa Marta es una gran población o una pequeña ciudad, según se mire. Aterrizamos allí procedentes de Bogotá y no permanecimos ni veinticuatro horas, pero en el hostal donde nos alojamos aquella noche sucedió algo digno de ser contado.
En el hostal La brisa Loca
El hostal se llama La brisa loca y si algún día recaláis en Santa Marta es importante que sepáis que es el hostal de la fiesta. Tiene una terraza con discoteca, camas flotantes, hamacas y una piscina pequeña pero honda, verdaderamente golosa, en el interior del patio central.  Hasta las tres de la mañana estuvieron dando por  culo. Pero eso no es lo malo, al fin y al cabo,  aunque nosotros no nos enteráramos, pone en todas las guías que es el hostal de la fiesta.
El problema fue otro. Resulta que estábamos en una habitación compartida. Diez camas, de las cuales sólo estaban ocupadas cuatro.  Dos personas a parte de Carla y yo. Pues bien,  a eso de las cuatro de la mañana me despiertan unos golpes monstruosamente altos y extrañamente rítmicos. Al principio me costó identificarlos, parecía que unos expertos en demoliciones estuvieran probando sus herramientas de trabajo al lado de mi oreja, pero, poco a poco, fui cayendo en la cuenta de que la actividad era otra: estaban follando a un par de metros de nosotros, ni más ni menos.
Bueno, pienso, un arrebato de pasión lo puede tener cualquiera, no te mosquees.  Clávate rápido un abrecartas en los tímpanos, o algo, pero no te enfades. Eres un viajero y no te quejas de las incomodidades.
Vale. Pasa un rato largo o a mí me parece eso. Pam. Pam. Pam. Pam. Pam. PAMPAMPAMPAMPAMPAMPAMPAM. A Tomar por culo, pienso, yo me largo a la terraza.  Así que bajo de mi litera de arriba y, no sé como, acabo raspándome las dos espinillas con la cama de abajo, pero no una raspadita de esas que soplas un poco, curasana, curasana y ya está, no.  Una buena hostia. Una hostia cinco estrellas. De esas que haces el idiota para que duela menos, como aspirar aire entre dientes, soplar a las estrellas o cagarte en los muertos de la humanidad.  Con sangre y todo.  Bueno, no importa, me digo entre dolores que laten, he hecho el suficiente ruido para que la pareja de tortolitos, o pterodáctilos drogados, se hayan dado cuenta de que los he oído follando. Que se jodan, pienso, pero llego tarde. Llevan jodiéndose un buen rato.
Total, que me voy a la terraza a tomar el aire, que ya estaba, por cierto, bastante enrarecido en la habitación, y al cabo de unos minutos sube Carla con dos malas noticias.
La primera es que se me ha roto el e-reader con unos mil libros dentro. Si, ya sé que  no iba a leerlos todos, pero estaba a punto de terminar La Mejor Venganza, una epopeya sangrienta de Abercrombie, que se salía. Y, además,  estaba todo: los griegos, toda la filosofía, clásicos de todos los tiempos, novelas en plan best seller. TODO. Me gustaba poner la tableta debajo de la almohada y dormir encima de cuatro mil años de cultura, gran parte del saber de la humanidad debajo de mi oreja.  En fin, a tomar por culo todo eso.
La segunda mala noticia, que a mí me pareció cojonuda al instante, es la siguiente:
Viendo la pareja que nos estaba molestando en demasía, había decidido, haciendo gala de una  gran consideración hacia sus semejantes,  meterse a follar al baño de la habitación, cuya pared daba a nuestra litera. Vaya, muchas gracias.
Pues bien, se ve que utilizaron la pila del baño como punto de apoyo, aunque ignoro quien de los dos se apoyaba. El caso es que la tiraron al suelo, reventándola como sólo una pila de loza puede reventarse, ocasionando con ello un estrépito digno de Godzilla.  Pobre Carla. Me imagino el salto en la litera.
Dame un punto de apoyo y me daré la gran hostia. 

Al instante se nos presentó un dilema moral. ¿Se lo decimos a la gente del hostal? No. Claro que no. Los Rodrigo-Moreno jamás se chivan. Joder, al fin y al cabo, ¿Quién no ha reventado follando el baño de un hostal alguna vez? Pero, ¿Y si la lista follarina se pira sin decir nada? ¿Y si nos echan las culpas de la movida a nosotros? Que va. ¿Cómo van a hacer eso? Ella, por sus melenas rubias y su cuerpo de quitarte el hipo aunque no tengas, me ha parecido bávara o similar. Gente que folla poco, sin duda, por eso se vuelven locos cuando van a Colombia y sitios así, pero son legales.
El caso es que el tipo del ariete total, el responsable de semejantes embestidas,  el tipo que había desafiado todas las leyes de la física y el decoro,  había desaparecido.  El muy Houdini había debido hacer la de chas y desaparezco a tu lado, porque la pobre chica, humillada hasta el tuétano y con el tobillo sangrando, está buscándolo, con el potorrete palpitante todavía, hasta detrás de los sofás de la terraza. Un espectáculo indigno hasta para un  teutón.  Si no fuera porque llevaba sin dormir un par de horas y el hostal era caro de cojones me estaría partiendo el culo por dentro.  Como seguramente, y a juzgar por los resoplidos de gorrino en poza de la habitación, le estaba pasando a ella minutos antes.
This is Colombia,  no nos podemos arriesgar. Tenemos menos dinero que en un after a las dos de la tarde, así que, sintiéndolo mucho,  se lo decimos a los de recepción. Oye mira, le digo, dentro han estado follando como si se hubiera declarado la tercera guerra mundial y los resultados, fatalmente y para nuestra consternación, han sido casi iguales. Te lo digo ahora para que no creas mañana que hemos sido nosotros.
Y en ese momento casi deseo haberlo sido. Primero porque no me digáis que no es una anécdota cojonuda. “Buah, ¿Os acordáis de cuando reventé un baño en Colombia echando un kiki? “ Y segundo porque, diga lo que diga ahora, tuvo que ser un polvazo.
Al día siguiente estuvo muy bien comentarlo todo, la verdad. La cara de la chica también molaba bastante. Iba a cuestas con su resaca, el tobillo con costras de sangre y un problemón de tres pares de cojones.  Lo negaba todo, claro, pero hay cámaras en la entrada de la habitación. Se podía corroborar mi historia punto por punto.  Mil pesos por las imágenes de Houdini escabulléndose en gallumbos, amparado en las sombras, por favor.
En fin, cogimos las maletas y nos piramos de una ciudad en la que, oh sorpresa, los trancones estaban a la orden del día.  Y así llegamos a nuestro primer lugar paradisíaco en esta etapa de nuestro viaje.

Taganga. O como dicen los locales, Taganja.
Taganga.


Taganga es un pueblo de pescadores en el norte de Colombia, entre el mar caribe y Sierra Morena, un macizo montañoso a pie de mar,  cuya cumbre más alta supera los cinco mil metros. Su emplazamiento privilegiado, a los pies de una bahía, lo ha convertido en parada obligada de mochileros y demás gente de mal vivir.  La oferta de alojamientos es de lo más variada y hay desde hoteles caros a pie de playa hasta hostales de mala muerte, pasando por un camping postapocalíptico, que es donde nos hospedamos Carla y yo.

Bienvenidos al camping Pura Vida.




El camping Pura Vida es un mini espacio de unos 100 metros cuadrados donde nos hacinamos viajeros de todo el mundo en tiendas de campaña decrépitas, unas pegadas a otras, sin parcela propia ni pollas en vinagre. No funcionan los baños, hay restricciones de agua cada dos por tres, la cocina parece sacada de  Papillón y, al estar bastante alejado de la playa, siempre hace un calor semejante al que haría en una fragua  con exceso de trabajo regentada por un saco italiano de tierra seca. El  italiano en cuestión es uno de esos tipos  que se toman la vida a cámara lenta. La vida, registrar pasaportes , arreglar el inodoro y todo lo demás.  No hay apenas comodidades y la única nevera que existe en todo el complejo y polvoriento entramado de desolación turística que es Pura Vida, no enfriaría  ni aunque le metieras tres toneladas de hielo a presión. ¿Entonces por qué estoy tan a gusto? Pues porque hemos venido a parar a hipilandia. Ni más ni menos. Todos los habitantes del lugar parece que se ganan la vida haciendo malabares, tocando en la calle, monocicleando y, en fin, haciendo todo tipo de actividades alternativas para hacer de la vida una aventura. 
Un respeto hacia aquel que decide ganarse la vida poniéndose de pie en el sillín de una bici en marcha gobernada por él, mientras hace malabares con cuatro mazas. 
Un detalle importante y bastante irónico del camping Pura Vida: está pegadito al cementerio. Pared con pared. Es genial. No hay nada como tener un montón de cadáveres como vecinos. No suelen quejarse mucho y, sinceramente,  si nosotros nos hemos quejado al guardia de seguridad, un tipo nada original y muy taciturno, es por hacer el tontaina. Se portan la mar de bien. Ni una voz más alta que otra, la música siempre baja,  ¿Qué más se le puede pedir a unos vecinos? Un poco de sal, si eso.   
Es muy gracioso ver a la gente que vuelve al camping por la mañana, después de una noche de farra, totalmente lánguidos, silenciosos y con cara de fiambres,  caminando al lado del cementerio.

Taganga mola. Es un sitio perfecto como para que se convierta en una buena base de operaciones. Desde aquí se pueden hacer tantas cosas, que lo que iba a ser un día lleva camino de convertirse en una semana.
Ya el primer día nos encontramos de casualidad (como molan esos encuentros viajeros) con unos amigos que hicimos en Bogotá. Son una española, valenciana croquetamente, y una australiana. Se hicieron muy muy amigas de Carla, así que ya os podéis imaginar la sorpresa al encontrarnos todos aquí.  Además, parece que tienen el lugar bastante controlado, así que nos hemos ahorrado unos días y nos han contado algunos secretos de Taganga.
Hay un montón de playas alrededor del pueblo, sin contar las que lo bañan, a las que sólo se puede acceder después de un trayecto en barca o de una buena caminata. Calas de aguas cristalinas y peces correteando a tu alrededor.

Fritangueando.
Todas las tardes, sobre las siete, los pescadores vuelven a la playa e improvisan una lonja donde venden todo el pescado. En la misma arena. Un tipo ha construido una cabaña en alto, a  unos cinco metros del suelo y vive allí, así que los pescadores le suelen dar las sobras de su mercancía. Es un milagro ver como aquella estructura se mantiene en pie.

  Es, claramente, la obra de alguien que no se interesa mucho por la física y la arquitectura. Pero ahí está el tipo, sonriente en lo alto, esperando sus raciones. Exactamente igual que las decenas de gatos que hay olisqueando por las inmediaciones.
La parte del pueblo cercana a la playa es la parte más turística y está llena de chiringuitos y restaurantes, así como puestos ambulantes de comida y artesanía, todo muy a lo Benidorm, pero sin la parte asquerosa.  Se puede comer de menú muy bien por siete mil pesos.  Dos euros. El camping nos cuesta 20.000 la noche con tienda que proporcionan ellos. Unos tres euros por persona y noche.
Un cubata, palabras mayores, puede costar 5000 si eres listo y te esperas al 2x1. 
Exacto. El paraíso.
Pero no es oro todo lo que reluce. Si cruzas la carretera general y te adentras en el pueblo se ve la realidad tal cual es: calles sin asfaltar, perros abandonados,  negocios llenos de polvo, sequía,  baches, basura por doquier y las constantes advertencias de los lugareños: por ahí no vayas, de noche no, etc, etc, etc.
La verdad es que ellos no tienen pinta de estar mal. Los veo tumbados en sus porches, balanceando sus hamacas junto a algún amigo y, si bien se advierte una expresión de cultivado aburrimiento, no he visto muchas miradas de tristeza. Muchas menos que en cualquier metro en hora punta de cualquier gran ciudad, en todo caso. Lo digo mucho, pero hay una diferencia capital entre la pobreza y la miseria. Esa diferencia reside en la dignidad. A un pobre es muy difícil quitarle su dignidad, porque es de las pocas cosas que tiene.  Es cuando le despojas de ella cuando alguien pobre se convierte en mísero.  Cuando alguien se ve en ese estado que lo ha perdido todo, dignidad incluida, hará cualquier cosa por cualquier cosa: comida, droga, cobijo, aceptación… da igual. 
En fin, por esos lares, en un lugar apartado detrás de unos de esos campos de fútbol de tierra que se calcinan al sol en los pueblos, se encuentra Literarte.
Es el único lugar de Taganga donde hay libros. Puedes intercambiar, alquilar, comprar o vender libros allí. El lugar está apartado del núcleo urbano, en una especie de claro a los pies de una montaña. Se llega a la casa cruzando el puente que salva un riachuelo.
¿Os acordáis que se me había roto la tableta? Pues bien, yo no puedo ir a la playa sin propósito.  Necesito leer algo, o hacer algo más que esclafarme al sol. Si no tengo nada que hacer me pongo nerviosito y me aburro. A parte del puto calor, claro.
Así que desde que había llegado a Taganga había estado buscando un lugar así.  Es una casa particular llena de libros en la que vive un tipo muy raro. Y también lento en sus ademanes. Parece algo muy común en este pueblo.
Cinco minutos aquí puede significar tres eones.
Que alegría, joder, ¿Qué se me jode el e-reader?  A grandes males, grandes remedios. Guerra y paz y El ladrón de barcos. El primero sobra decir nada, el segundo es una trepidante novela de aventuras en el mar que ya había leído, pero seguro que a Carla le gusta.
Pero la verdad es que he leído poco. Hemos hecho una colla de amiguetes, algunos de ellos oriundos del lugar y no hay espacio para la lectura, al menos de momento. 
La verdad es que estoy un poco cansado del rollo amistad veraniega. No está mal, está muy bien, pero a veces me apetece soledad y hacer en todo momento lo que me salga del orto.
La mejor forma de viaje es sólo o con una persona más.  Eso está clarísimo. Si estás en un grupo numeroso, estadísticamente hablando siempre hay uno o dos gilipollas. Eso es así. Y cada decisión, por fácil que parezca, se convierte en un conflicto internacional. Y eso es exactamente lo que es.
En nuestro grupo ahora hay españoles, colombianos, peruanos, italianos y australianos. 
Total que hoy Carla y yo haremos lo que nos plazca. Si vienen guay, sino, como dirían en mi pueblo: a cascarla.
La verdad es que mola conocer gente del lugar, obviamente.  Ayer, sin ir más lejos, nos llevaron a un sitio que está recién inaugurado que es digno de un marahá, pero en barato. Una piscina de esas que están al borde de un precipicio y parece que su agua se derrame por el horizonte marítimo. Una de esas mierdas horteras que se haría Berlusconi por sus huevos en una reserva natural y que saldría en el programa de la tele de izquierdas llamado “¿Quién vive ahí?” Me sentí un poco mal, porque por la mañana había criticado con bastante soltura (son años de práctica como indignado en España)  unos cuantos hoteles a pie de costa, pero, qué queréis que os diga, hay momentos para la coherencia y momentos para los mojitos a 2x1, que demonios.  Ya está bien, hombre, tanto hippie, tanto malabar, tanto Podemos y tanta polla.
La Piscina.

Encima estábamos solos en aquel espacio. Sospecho que pronto se llenará de tronistas, pero mientras tanto fuimos nosotros los que disfrutamos de la piscinaca.

Bien, hoy nos vamos a un paraje fluvial, con sus cascadas y sus piscinas naturales, que nos han dicho que aquello es como si a la Pacha Mama le hubiera dado por construir un acualandia en roca viva.
Mañana vamos a ir con unos pescadores a faenar (ellos se partirán la caja de ver a unos turistas haciendo el canelo)  un rato cerca de una isla que está a una hora de la costa. Comeremos en su playa desierta lo pescado, exploraremos las inmediaciones cual Crusoes  de Benimaclet y volveremos mientras se pone el sol en la cresta de las olas.
De Taganga íbamos a irnos pasado mañana, pero no está claro.
Y es que ya lo dicen los habitantes del lugar: A Taganja sabes cuando llegas, pero nunca cuando te vas.
































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