sábado, 7 de noviembre de 2015

DE MIRADAS SANGUINARIAS, PUEBLOS TRISTES Y FRONTERAS OSCURAS. (Segunda parte).

Viene de http://deaventurasporcolombia.blogspot.com.co/2015/11/de-miradas-sanguinarias-pueblos-tristes.html


Pero llegamos a la terminal de autobuses de Tulcán, cerca de la frontera de Ecuador. Entiendo que la llamen terminal, en lugar de estación.  La estructura  parece presa de un cáncer de huesos. Uno de esos abuelos desahuciados sin familia que mueren sin que nadie les eche de menos. El olor es el mismo, desde luego y, a pesar del caótico ajetreo, todo el lugar apesta a tristeza y a peligro, otra vez.
Pocas veces he sentido eso en mis viajes por el mundo. Quizá en el puerto del Pireo, cerca de Atenas, al caer la tarde. Pero es un puerto, con sus marineros borrachos y sus tabernas con olor a alcohol fermentado, así que entra dentro de lo normal.  Sin embargo, uno espera algo distinto en una ciudad con escuelas y niños y negocios respetables. Pero no.
Nada más bajar del taxi dos chavales con, otra vez, los ojos inyectados en sangre, se burlan de mi. Debo tener pinta de turista acojonado.

-Mira el grigo perdido- grita uno de ellos en voz alta. Su acompañante se ríe de una forma estridente y algo artificial, forzada.

-El gringo está perdido. Pregunta gringo.-le acompaña en la burla. Es evidente que el otro es el jefe. Siempre se notan estas cosas a la legua.

Paso de ellos. Ni siquiera les miro y cojo otro taxi que me lleve al hostal. (Por alguna extraña razón el que me ha llevado de la frontera a la estación de buses no quiere llevarme).

El hostal San Andrés, que había localizado por internet antes de comenzar el periplo, es un agujero infecto y los múltiples crucifijos y dibujos kitsch de la Virgen no hace más que acrecentar la sensación de que ese es un lugar dejado de la mano de Dios.  No hay nadie en recepción y, al cabo de unos momentos interminables en los que no se oye un alma, aparece un adolescente bizco y con cara de hacerse unas doce pajas al día.

-Hola- le digo- Quería una habitación.

-Son diez dólares, tiene baño propio y televisión por cable.

Lo de la televisión por cable es un dato interesante, porque quiero hacer un búnker de ese hostal y hay que estar entretenido. De leer estoy un poco harto (recordad, 20 horas de bus) así que me parece bien la TV por cable. Me parece cojonudo.  Pago sin registrar absolutamente ningún dato. Bueno, por mi estupendo. Si resulta que, por lo que sea, destruyo la habitación, no podrá exigir nada.

Lo que pasa en Tulcán se queda en Tulcán.

La habitación. Ja. La habitación no es digna de llamarse habitación. Es un espacio triangular con una cama que cabe a duras penas, unas cortinas recién sacadas de una incineradora forense antes de su puesta en marcha y una ventana que es imposible cerrar del todo. En fin, aunque el baño es estilo Saw III y ni siquiera hay toallas, la puerta que da al pasillo tiene pestillo y la TV funciona. Las sábanas huelen a limpio. No necesito más.

Pero es pronto, así que salgo, algo más tranquilo y animado, a explorar un poco la ciudad y a ver si encuentro un ciber y mato el tiempo.

Tulcán es como Ipiales: lo que yo vi puede describirse como básicamente horrible. Pobreza, suciedad, desorden, absurdez y un aura de peligro más que presente. La diferencia con Ipiales es que  llovía estilo Seven: una lluvia gorda y sórdida, que subraya los detalles decadentes que campan a sus anchas por las calles.  Destellos rojos de semáforos en paredes húmedas desconchadas, cables que cuelgan enmarañados, callejones con gente (¿Qué hacen allí?) al fondo, descampados que jamás serán usados para algo bueno y personas de bien compartiendo aceras con seres humanos que aparentan relacionarse sólo con el mal y su propiedad conmutativa: O lo hacen ellos, o el mal se ha cebado con ellos,  una de dos. El resultado, al final, siempre es el mismo.

Me meto en un ciber. Estoy un buen rato hablando con Carla y gente de Valencia. Miro noticias de España. Es un buen ancla con la que fijar, aunque parezca irónico, mi cordura. Vuelvo a lo conocido, a las riveras familiares. No quiero acojonarme y puede que todo haya sido imaginaciones mías, pero antes me ha parecido como unos chavales me seguían hasta el hostal. Así que, con el ánimo de despistarlos,  paso un par de horas en internet. El chaval que regenta el locutorio parece amable, por su sonrisa del principio, así que le pregunto que hay que ver en Tulcán. Su respuesta, traída de lugares ignotos tras largos segundos de silencio, me deja a cuadros:

-El cementerio, pero no hace día.

El cementerio. Bien. Un sitio cuya principal atracción es el cementerio. Cojonudo. Seguro que es brutal. Los muertos tienen que estar allí en la gloria. Cementerio cinco estrellas. Me pregunto si tendrá televisión por cable.

Salgo de allí con la intención de esclafarme en la cama y sacar  sólo las orejas y la mano con el mando de la TV pero, al cabo de unos pasos, veinte como mucho, caigo en la cuenta de que me he dejado la mochila. Vuelvo raudo cual Puzuma ambiguo*. No ha pasado más de medio minuto, pero, oh, surpraise, la mochila ya no está. Hay tres personas en el ciber más el dependiente, sentado tras el mostrador, en una especie de cubículo separado del resto de la sala.

-Perdona-le digo. -Me he dejado una mochila hace menos de medio minuto.

Y no es en absoluto una pregunta, pero el chico me contesta que no.

-Vamos-vuelvo a decir- Si acabo de irme. ¿Ha entrado alguien en este tiempo?

La pregunta va dirigida a la chica que estaba a mi lado, con su propio ordenador.

-Yo no sé nada- o algo así, me contesta.

No ha contestado a mi pregunta. Me ha dicho algo muy distinto.

Salgo del ciber. ¿Que puedo hacer? Empiezo a dudar de mi mismo. ¿Y si no venía con mochila? Pero no puede ser, la recuerdo a mis pies. Vuelvo a entrar pero el chaval me niega que haya entrado alguien a por mi mochila o que alguien de los presentes se la haya quedado.  Me empiezo a cabrear porque, aunque no hay nada de valor dentro, están mis medicamentos para el asma (aunque en ese momento yo no me acordaba)  y la mochila, en sí misma, tiene un gran valor sentimental, puesto que me la regaló un amigo antes de venir a Colombia.  Más cabreo. Empiezo a parecerme a Pocholo buscando la puta mochila.

Vuelvo a salir, ya muy jodido, y en ese momento pasa un policía en moto. Bien. Le paro y le cuento la historia. El tipo llama por radio y aparecen diez o doce polis más. Motos, un coche y varias parejas andando. Menuda party de maderos. Me giro para ver la cara del dependiente. Vale, menudo careto me lleva. No puedo verlo, pero si me asomara un poco por su garganta vería a su corazón practicando escalada y mascullando "mierda, mierda, mierda". Menudo poema de cara. Las cartas de Jorge Manrique  por la muerte de su padre, por lo menos.

Bingo.

Los polis hablan con él, pero lo niega. Allí no hay nada. Vuelven a hablar conmigo. ¿Seguro que venía con la mochila? Joder, agente, defina seguro. Apostaría 100 euros, no la vida. ¿De acuerdo? Naturalmente eso lo pienso, no se lo digo.  Yo le aseguro que estaba allí y a los treinta segundos había desaparecido. Y además, que demonios, es exactamente lo que ha pasado. Ya basta de dudar de mi mismo, coño. El que parece el jefe de los polis vuelve a entrar y al cabo de un minuto sale y me dice que pase dentro del cubículo a ver si veo la mochila. Entro y, efectivamente, allí está La Colombiana. (He decidido ponerle ese nombre). El chaval, en un intento desesperado de cogerse a algo antes de caer al precipicio, dice: esta mochila es de mi hermano. Pero es un clavo ardiendo y todos lo sabemos.

-¿De tu hermano? Mira, da igual, no pasa nada. Me la he dejado y tu has querido aprovechar la oportunidad.Lo entiendio, de verdad, no pasa nada. No estoy enfadado ni nada, me la sopla el hecho en sí. pero DAME MI MOCHILA.

Y el poli me dice que identifique lo que hay dentro y se lo digo al dedillo. En ese momento me acuerdo de que tengo los medicamentos para el asma y doy gracias a R.R. Martin por no encontrarme en Tulcán sin ellos, lo cual sí habría sido un problema serio de cojones.

Le doy efusivas gracias a los policías y el jefe me dice que vuelva a Tulcán, que allí son gente buena.

No lo dudo (no huevos), le digo, pero no creo que suceda en los próximos tres eones.

Ahora sí que me meto en mi búnker televisivo y no salgo de allí hasta el día siguiente. Dos birritas, dos piezas de pollo frito y mil canales donde oír a Robert De Niro gritando recanastos.

Me despierto varias veces en la noche desorientado. No suelo dormir sólo en lugares extraños. En un momento dado, cerca de las dos de la mañana, me desvelo.  Pienso en todos los acontecimientos que estoy viviendo, los lugares que estoy conociendo y sonrío dentro de la cálida seguridad que me proporcionan las mantas y sábanas limpias. Insisto: olían muy bien. Es un detalle de agradecer en todo aquel desbarajuste existencial transitorio, pero muy cañero, que estoy experimentando.
Sonrío, también, porque viajar no sólo es disfrutar: los malos momentos, el caos, el miedo y la nostalgia alucinada que provoca todo eso  forma parte del viaje muchas veces. Son momentos oscuros que tienen algo bueno intrínseco: el poder superarlos.
Y que te curten. Aprendes a moverte por esos sitios, a diferenciar lo que es peligroso de lo que es una paranoia tuya sin más. Cosa la cual es básico para futuros viajes, puesto que viajar con miedo hace que te pierdas cosas maravillosas pero hacerlo sin estar alerta puede causarte grandes problemas.

A las seis del día siguiente ya estaba más fresco y animado que un delfín en primavera. Tocaba volver.

Cogí un taxi y fui a la frontera. Desierta, bien. Ni siquiera tuve que hacer cola para salir de Ecuador y fui el primero en entrar a Colombia por allí ese día. Lo cual no deja de ser curioso. Ya en Colombia cogí el taxi a la terminal, pobrecica, de Ipiales y allí cogí el bus que me llevaría a Bogotá.

Y allí se desataría el INFIERNO.

*Para cualquiera que no posea un marco lógico de referencia semejante, el animal más veloz† del Disco es el Puzuma Ambiguo, una criatura extremadamente neurótica que se mueve tan deprisa que es capaz de alcanzar una velocidad cuasilumínica en el campo mágico del Disco. Esto significa que si puedes ver un puzuma no está allí. La inmensa mayoría de los puzumas machos mueren jóvenes después de haberse destrozado los tobillos corriendo a gran velocidad detrás de hembras que no están allí lo que, naturalmente, les permite alcanzar la masa suicida en concordancia con la teoría de la relatividad. El resto de ellos muere de PIH (Principio de la Incertidumbre de Heisenberg), dado que no tiene forma alguna de saber simultáneamente quiénes son y dónde están. La incertidumbre que ello provoca da como resultado colateral el que un puzuma sólo pueda estar seguro de su identidad cuando se encuentra inmóvil (normalmente encima de los cascotes en que se ha convertido la montaña con la que acaba de chocar a velocidades cuasilumínicas). Se rumorea que el puzuma es de un tamaño aproximado al leopardo y que posee un pelaje a cuadros blancos y negros sin igual entre todos los animales, aunque los escasos especímenes descubiertos hasta el momento por los sabios y filósofos del Mundodisco les han inducido a afirmar que el estado natural del puzuma es ser tan delgado como una alfombrilla de baño y estar muerto. "

¡Colabora!

1 comentario:

  1. La única vez que me han robado en Ecuador fue una cazadora que me molaba bastante por un despiste como el tuyo. En mi caso tardé demasiado en reaccionar, igual que te ha pasado a ti cuando volví nadie sabía ni había visto nada. Cabrones.

    ResponderEliminar