lunes, 27 de julio de 2015

ESPLENDOR EN LA MIERDA

No sabía donde estaba. Sí, en una ciudad enorme. Y qué. Eso no significa nada. Ciudades enormes hay muchas. Además, si no sales de tu barrio, que más da.  Pues bien, ayer subimos al cerro, como lo llaman aquí, que es una cumbre a 3200 metros de altura. Me pregunto a que llaman ellos montaña. Desde ese lugar se puede contemplar la ciudad en todo su esplendor. O su oscuridad, depende de cómo la mires. Allí se enclava la ermita de Monserrat, un lugar casi mágico para los colombianos. Hay misas non stop, por lo menos los domingos, y está absolutamente a rebosar de gente entregada a su culto. Aquello parecía el concierto del siglo. Una cosa me molestó, pero como diría Dios, empecemos por el principio.

EL TELEFÉRICO.


                                                  La subida al teleférico, sin el teleférico. Soy así de guay, que pasa. 


Se puede subir andando al cerro. Es una subida de un kilómetro y pico con un desnivel, como decirlo, demencial. Ni las cabras. Así que después de un breve y nada intenso debate en el que Carla y yo estuvimos de acuerdo desde el primer segundo, decidimos coger el teleférico.  Construido con capital colombiano por unos ingenieros suizos, que raro, es un artefacto la mar de divertido. Subes junto con unas treinta personas y desde que pones el pie notas el balanceo y oyes ruidos mecánicos raros, como que se caen tornillos y se atascan engranajes. La gente ayer, además, empezó a ponerse sólo en una parte, para poder apreciar las vistas mejor, así que el cacharro empezó a desnivelarse. Había un trabajador dentro intentando equilibrar el asunto, pero empiezo a intuir que al colombiano medio se la sopla bastante la autoridad, sobre todo si la autoridad es alguien como el tipo del teleférico, un chaval joven con mirada de mamífero superior, sí, pero no mucho. Al final, a fuerza de entrar gente, el cacharro se niveló sólo. Lo llamo cacharro porque se nota que no lo compraron ayer, precisamente. Formas redondeadas sesenteras, cartelería metálica de la misma época, tipografía incluida. Y no, no era una de esas imitaciones modernas de mierda para hacerlo parecer antiguo. Era antiguo. Lo podrían vender a un trillón de veces su valor real en una de esas tiendas para modernos que hay ahora.  En fin, aquello estaba tan atestado y estábamos tan, tan, tan, altos que le propuse a Carla que sacara el móvil y me grabara gritando aquello de (sí, lo habéis adivinado) ¡VAMOS A MORIR! Le insistí mucho durante casi todo el trayecto, pero no logré convencerla. Ahora tendríamos un vídeo de valor incalculable. Y posiblemente un multa muy fácil de calcular.
Llegamos a la cumbre a eso de las diez de la mañana así que había mucha gente, pero no la horda que aparecería una hora y pico mas tarde. Cuando vimos la ciudad nos quedamos mudos.

                       La ciudad se extiende a derecha e izquierda. Harían falta dos fotos más a cada lado para abarcarla.


 A mí, la verdad, no suelen impresionarme demasiado las estructuras humanas. A ver, me gusta observar algo espectacular construido por el hombre, lo disfruto, no lo niego. Pero no suelo emocionarme igual que si veo algo especial hecho por la naturaleza.  Prefiero un glaciar en el Himalaya que Notre Dame, prefiero la ruta del Cares que el Taj Mahal. Es un defecto que tengo, supongo. La naturaleza no tiene mérito, es así y punto, pero, que queréis que os diga, es lo que hay. De la naturaleza formas parte, de la catedral de Burgos no. Pues bien, de todas las estructuras humanas, de todas las cosas hechas por el hombre que he visto viajando por el mundo, la ciudad de Bogotá vista desde el cerro de Monserrat es de las que más me han impresionado. No por su belleza, que todavía no he decidido si la tiene (es algo muy raro), sino por su magnitud. Es una alucinación. Un espejismo. No puede ser real.  ¿Cómo es posible? Intentaba imaginar la vida de alguna persona allí. Intentaba personalizar de algún modo ese crisol imposible. Pero era no podía. Es como ver un documental del espacio e intentar darle algún sentido a las cifras que va soltando el narrador.  Una mancha gigante e informe se derrama por el altiplano y crece. La ves crecer. Ves como va conquistando terreno. Es algo increíble. Y claro, te haces preguntas. ¿Por qué? Es la primera. Pero como no tiene contestación pasas a la siguiente. ¿Dónde tiran la basura? ¿Cuantas toneladas se generan al día? ¿Cuantas ciudades así hay en la tierra? ¿Por qué no nos extinguimos de una vez? Si la naturaleza es sabia ¿En que coño estaba pensando? ¿Podemos convivir así con la ella? Entonces me giré y vi montañas y más montañas que sólo podrían ser descritas como exuberantes. Árboles de mil tipos, águilas (o alguna rapaz de ese tipo) planeando a lo lejos, incluso me pareció oír un ruido de un animal exótico, algo así como un rugimugido. Pero ya os digo que subían como sesentas personas cada dos minutos, así que bien podría haber sido la abuela de alguien pidiendo un poco de agua. Además, por mucha naturaleza que viera sé que si analizara esos bosques estarían a rebosar de metales pesados, químicos mortales, y sustancias sintetizadas que nunca antes habían existido. Un puto drama, la verdad.
En cuanto a la parte religiosa, que queréis que os diga, me cabrea bastante. Con lo bien que se tiene que estar adorando al sol y a los ríos y las nubes para que lleguen unos energúmenos y te obliguen a adorar a un pobre desgraciado clavado en una cruz. No hay color. Y me cabrea porque son mucho más devotos que nosotros. Se lo llevamos y ahora nos superan. La religión es como un centro comercial: igual en todas partes. Allí estaban todos con aquello de "cordero de dios que quitas el pecado del mundo". Toda la liturgia igualita, por lo menos la que escuché, porque no te lo pierdas, menudo equipo llevaba el cura. Ni los Foo Fighters en Wembley. Menos mal que si estoy contento puedo ponerme cuando quiera en modo Zen.
Una cosa si me gustó del santuario. Las acciones de gracias.


Son unas placas que pone la gente para agradecer al bueno de Chus algún milagro. Están en gran parte de las paredes de la ermita y casi se puede ver a la gente y la vida que tenían por lo que ponen. Es igual que los libros usados. Dan información de sus anteriores dueños. Pues estas placas lo mismo. Había grandes, de mármol, impersonales, en plan: "Te damos gracias señor por los favores recibidos" y ya está.
Otras en cambio eran mas modestas y del tipo, "te damos gracias Jesús por ayudarnos a conseguir el apartamento" o "gracias por los visados a España".





                                                                               Ese resibidos ahí, claro que sí.

Después de hacer unas cuantas fotos y abrazarnos muchas veces decidimos dar una vuelta de exploración a ver si nos alejábamos de la cantinela. Joder, aquello era Benidorm. Tiendas de regalos, bares, asadores, comisaría de policía, ambulatorios, viajes caballo  y una especie de zona cubierta con kioskos-restaurante.


La verdad es que esta última zona estaba rechévere. Nos tomamos una birra, hicimos unas cuantas fotos y decidimos bajar. Al salir de aquél pasaje vimos la horda. ¡Casi ni se podía andar! Claramente, momento de irse.

LA QUINTA DE BOLÍVAR.

Evidentemente, es cuestión de gustos, pero yo creo que la mejor forma de viajar es la más barata o la mas lenta. O una combinación de ambas. Es decir, andando.  Ayer, al bajar de Monserrat decidimos arriesgarnos e ir caminando a la parte alta de La Candelaria y nos dimos de bruces con La quinta de Bolívar, una casa museo que sirvió de residencia a, sorpresa, Simón Bolívar. Se ve que el coronel, a parte de liberar pueblos y fundar países tenía tiempo para las mujeres, así que se las llevaba a dar un voltio por el impresionante y laberíntico jardín que rodea la casa, en cuyos callejones rara vez entraba la luz del sol. Poca broma con Bolívar.  Digo entraba, pero debería decir entra porque según los carteles informativos el jardín sigue tal cual estaba siglos atrás, con el trazado original y es verdad que se respira un ambiente especial. En parte porque no todos los días paseas por el mismo sitio por el que paseó Bolívar y en parte por la humedad, tremenda, que reina allí. Hay  rincones a salvo de miradas curiosas, caminos que terminan en ninguna parte y todo en medio de una vegetación totalmente exuberante y exótica. Bueno, exótica para mi.  Os pongo unas cuantas fotos.


                                                                           Planta parasitaria
                                                                                             Que potita
                                                                    a flor más bella del jardín




                                                             ¡Dame un abrazo, abuelo!


Sé muy poco de la figura de Bolívar, pero ahora que estoy aquí he querido informarme y me doy cuenta de que es una de las personas más influyentes de la historia de la humanidad (junto con el chavo del ocho).  Y algo sabía, así que no he podido dejar de emocionarme al visitar los mismos sitios que él recorría, o usaba para  su vida normal. Que tipo más duro. Se bañaba con agua recogida directamente de las montañas. ¿La frecuencia? Apuesto a que no mucha. Eran otros tiempos y os puedo asegurar que el agua baja fresca.
El interior de la casa es impresionante, muy bien recreado con cosas de la época de verdad, se puede respirar el ambiente de entonces.

                                                    Aquí se bañaba Bolívar. Fliiiiiipaaaaa

                                                                                     ¡VIVA LA REVOLUCIÓN!




Tendríais que ver con qué respeto los colombianos observaban el interior. Todos sumidos en una especie de silencio reverente, hablando bajito a sus hijos. Esa es otra cosa que no entiendo de los colombianos. Hablan muy bajito y muy calmados. Sin embargo la ciudad es de locos. No lo entiendo, la verdad. Puede que el motivo sea  que en Bogotá hay gente de todo el país, menos bogotanos. Pasa algo similar en Nueva Delhi, la cloaca de Shiva, donde a nivel individual parecen osos amorosos hasta arriba de éxtasis, pero la ciudad, en sí misma, es un deliro de caos y ruido.
Salimos de la quinta de Bolívar  de verdad emocionados, y bajamos en busca de La Candelaria.  Esta vez, la encontramos. Casitas bajas de multiples colores, hostales de mochileros en cada esquina, muchos extranjeros como yo pululando en chanclas en bares con wifi. Me encanta ese ambiente. Dadme el hostal de mochileros más cutre del mundo, pero que tenga un patio interior con plantas, wifi y sitios para tirarse y que le den al Hilton. A quién coño voy a conocer en un Meliá Plaza. ¿A Bustamante?
Prefiero al alemán vegetariano que se lleva mal con sus padres. O al griego que es de derechas pero todavía no se ha enterado. Al inglés que toca la guitarra como si fuera un acordeón electrificado pero no tiene vergüenza. Al hostalero de Casablanca que se enamoró de una comerciante de caballos andaluza que le hizo la tranca. Al marroquí que sabe decir en japonés "sólo la puntita". Eso, eso es lo que me gusta. Y si es en el tejado del hostal, mejor.
Ahora viene la parte negativa.
Quizá nos precipitamos un poco al alquilar un mes  la otra casa. Sigue estando bien, pero La Candelaria alta es auténtica. En tres calles he contado siete teatros. No pasa nada. El mes que viene veremos.
Bajamos de La Candelaria en pos de un taxi, hechos polvo, y nos encontramos una avenida cortada con un montón de puestos de artesanía, grupos tocando, vendedores ambulantes de los artefactos más cochambrosos, vendedores de libros, de acuarelas; vendedores de comida, de zumos de guayábana, grupos tocando en directo, humoristas, malabaristas, rastro de libros, de antigüedades, mimos,  carreras de ratas donde había que apostar en que madriguera se meterían las ratas,  gente haciendo playbacks, os lo juro,


como en la fiesta de navidad EGB, tipos reivindicando la legalidad de la hierba, y yo que sé cuantas cosas más.  Fue como entrar en el mercado de Stardust, no sé si habéis leído la novela o visto la peli (ambas recomendables) pero era así.


Fue, como se suele decir, un día memorable. Llegamos a casa rendidos. Tanto, que ni siquiera cenamos. Un poco de ensalada y a la cama, no si antes darle regalarle a la pobre Carla mi habitual sonata gasística colombiana. Pobreta. Menudos gases. Totalmente exóticos. Todo el mundo sabe que los gases de una persona son como las huellas dactilares. Pues bien, estoy perdiendo mi identidad pedorrera. Aunque no la toxicidad. De hecho, si  Dante hubiera olido alguno de mis gases colombianos jamás habría escrito una sola palabra acerca del infierno.
Bueno, mañana más. 

2 comentarios:

  1. Muy buena la descripción de Bogotá desde arriba y muy oportunos los sentimientos que te despierta. Lo que más me está gustando de estas crónicas es que eres tan exhaustivo que no tendré que ir a verla... Jaja... Con lo que cuentas me la imagino perfectamente. Las fotos geniales.

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  2. Iba a decirles que se pasen por Bolivia, pero ahora con eso de los gases no se no se jajaja!

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