jueves, 23 de julio de 2015

EL VIAJE Y LA PRIMERA IMPRESIÓN

Escribo esta primera entrada entre brumas. Bruma en Bogotá, que baja de las montañas que rodean la ciudad por el norte como un edredón etéreo y bruma en mi cerebro, que no sabe dónde demonios han ido a parar todas mis horas de sueño.  Es una sensación extraña y maravillosa: cansancio feliz, tranquilo, expectante. (Aunque ahora, editando esto a las cuatro y cinco de la mañana, empieza a tocarme los cojones).
El viaje fue un suplicio, sobre todo a partir del final de un primer vuelo (ocho horas) durante el cual me tragué unas cuantas pelis y una comida que habría hecho palidecer de envidia al mismísimo Lucifer: era el mal hecho cátering. El vuelo había salido con hora y media de retraso así que tuvimos que unir al terrible hecho de pasar por los Estados Unidos la posibilidad de perder el siguiente avión. Terrible, porque los controles allí son interminables. Ya saben los que me conocen que la probabilidad de que un policía (o similar) de cualquier país del mundo se fije en mi en un control es de un 99,9%. En un aeropuerto, donde se es culpable hasta que no se demuestre lo contrario, la probabilidad tiende a infinito. Y claro, nos tuvieron que registrar detenidamente a pesar de que traté de explicarles que nuestro vuelo salía en diez minutos. Menos mal que soy una persona tranquila, nada dada a los aspavientos y los movimientos bruscos, dueña de sí misma, ejem, en los momentos tensos. Por otra parte, no hay nada que tense más una situación que alguien con cara de que le den igual tus circunstancias vitales. Como el tipo de los guantes. El notas me miraba con la clase de indiferencia con la que te mira un dromedario al que ya le han dado su forraje. Si me hubiera dado un ataque de, no sé, combustión espontánea (lo cual estuvo cerca) los funcionarios habrían ido con la misma parsimoniosa lentitud registrando todo mascando chicle a razón de cuatro mascadas por minuto.  Ese era su ritmo existencial.  Y perdonad el tópico del chicle, pero los tópicos son tópicos por algo y en este caso se cumplía a rajatabla. Además, Estados Unidos es un tópico gigante. Total, que tuvimos que protagonizar la típica escena hollywoodiense de las carreritas por el aeropuerto guitarra en mano, pantalones que se caen sin el cinturón puesto, gritando y maldiciendo al más puro estilo manchego-aragonés. Todo ello con el skyline de Nueva York de fondo. Y es que este está siendo un viaje de contrastes. Finalmente, también se había retrasado el vuelo a Bogotá  y nos dio tiempo a pedirnos dos fantásticas hamburguesas translúcidas por diecisiete dólares. Lo que hace la nanotecnología.
El vuelo a Colombia paso de narrarlo porque todo se reduce a una interminable sucesión de contracturas musculares, dolor de cabeza y desesperación abotargada. Porque sueño tenía, qué cojones, pero era imposible dormir.  Lo cual, por cierto, es una de las torturas empleadas por el Mossad para doblegar las voluntades de los tipos más duros del mundo. A todo esto, Carla dormía con una expresión de beatífica quietud, exactamente igual que la que tendría McGuiver sobando en un desguace.
Todo el rato, todas las horas, todas las turbulencias. Todas las veces que se encendían las luces para que pasaran los malditos carritos a vender lo que fuera. ¿Quien, por el amor de Dios, compra Chanel nº5 en un avión? Carla volaba en brazos de Morfeo. Yo sólo pensaba  que a lo mejor los aviones del 11S los estrellaron gente hasta las narices de no poder dormir. Gente con un menú de avión atravesado en la tráquea y una falta de sueño de veinticuatro horas.
Pero al fin llegamos. La noche pasó rápida en el apartamento que nos habían dejado (y del que todavía disfrutamos) y a las seis de la mañana, a saber que hora era para nuestro cerebro, ya estábamos despiertos. Sobre todo Carla. Es lo que tiene dormir quince horas de veinticuatro y luego seis más, de regalo. La chica es considerada y no estaba haciendo más ruido del que haría la pluma de un jilguero recién nacido estrellándose en una montaña de talco, lo cual es suficiente para despertarme. Y si me despierto y estoy en otra ciudad a ocho mil kilómetros de Primado Reig, ES IMPOSIBLE volverme a dormir.
Recuento final:
Diez horas dormidas de las últimas setenta y dos.

BOGOTÁ.

No quiero escribir mucho sobre esta ciudad (todavía) porque la primera expedición la he llevado a cabo sumido en una especie de duermevela sólo alterada por el sentimiento de todo lo nuevo.
Mi primera impresión es que es un lugar de contrastes, de caos y suciedad a la vez que grandes parques limpios y tranquilos. De avenidas interminables cosidas por pasos elevados y cinturones de circunvalación que no circunvalan nada. De casas bajas decrépitas a los pies de hoteles de cristal de cinco estrellas. De lluvia y sol al mismo tiempo. De calor y frío en menos de media hora. De personas más secas que un sarmiento y más simpáticas y serviciales que en la India. De mercados llenos de frutas relucientes apiladas en suelos llenos de mierda. Bogotá es una mezcla de Londres y Marrakech.
Eso si, ni una sola vez he tenido sensación de peligro. Ni una. Otra cosa: pobres las personas que tengan algún tipo de discapacidad o la movilidad reducida. No es que Bogotá no sea accesible, es que parece un juego de plataformas tipo Mario. Hay que ir con cien ojos pues podrías tropezar en un adoquín sobresaliente para ir a parar a una alcantarilla mal cerrada. Y no hay bonus allá abajo. Pasos de cebra que terminan es bordillos de cuarenta centímetros, socavones, elevaciones repentinas, aceras que desaparecen de repente, en fin, todo tipo de obstáculos cabronazis. El tráfico es algo así como si todo el mundo se hubiera vuelto loco pero se controlara de alguna forma y creo que es así. Si conduces en Bogotá o eres Buda o estás loco.

Nada más que contar. Sigo en un estado de cansancio permanente, no sé si a causa de la altitud (dos mil quinientos y pico metros) o del jet lag, aunque sospecho que es, sencillamente, una combinación de ambas.


Pd. Cerca de casa hay un cartel que reza: "Aproveche nuestros descuentos del 30% en trotadoras"

Pd2. Desconcertados con la moneda. Un euro son 3000 pesos colombianos. Una compra raquítica en el mercado nos costó 55.000 pesos. El taxi es muy barato: carrera de media hora, 9000 pesos.

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