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La Iglesia más antigua de Colombia. |
Santa Marta es una gran población o una pequeña ciudad,
según se mire. Aterrizamos allí procedentes de Bogotá y no permanecimos ni
veinticuatro horas, pero en el hostal donde nos alojamos aquella noche sucedió
algo digno de ser contado.
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En el hostal La brisa Loca |
El hostal se llama La brisa loca y si algún día recaláis en
Santa Marta es importante que sepáis que es el hostal de la fiesta. Tiene una
terraza con discoteca, camas flotantes, hamacas y una piscina pequeña pero
honda, verdaderamente golosa, en el interior del patio central. Hasta las
tres de la mañana estuvieron dando por culo. Pero eso no es lo malo, al fin y al
cabo, aunque nosotros no nos
enteráramos, pone en todas las guías que es el hostal de la fiesta.
El problema fue otro. Resulta que estábamos en una
habitación compartida. Diez camas, de las cuales sólo estaban ocupadas
cuatro. Dos personas a parte de Carla y
yo. Pues bien, a eso de las cuatro de la
mañana me despiertan unos golpes monstruosamente altos y extrañamente rítmicos.
Al principio me costó identificarlos, parecía que unos expertos en demoliciones
estuvieran probando sus herramientas de trabajo al lado de mi oreja, pero, poco
a poco, fui cayendo en la cuenta de que la actividad era otra: estaban follando
a un par de metros de nosotros, ni más ni menos.
Bueno, pienso, un arrebato de pasión lo puede tener
cualquiera, no te mosquees. Clávate
rápido un abrecartas en los tímpanos, o algo, pero no te enfades. Eres un
viajero y no te quejas de las incomodidades.
Vale. Pasa un rato largo o a mí me parece eso. Pam. Pam. Pam. Pam. Pam. PAMPAMPAMPAMPAMPAMPAMPAM.
A Tomar por culo, pienso, yo me largo a la terraza. Así que bajo de mi litera de arriba y, no sé
como, acabo raspándome las dos espinillas con la cama de abajo, pero no una
raspadita de esas que soplas un poco, curasana, curasana y ya está, no. Una buena hostia. Una hostia cinco estrellas.
De esas que haces el idiota para que duela menos, como aspirar aire entre
dientes, soplar a las estrellas o cagarte en los muertos de la humanidad. Con sangre y todo. Bueno, no importa, me digo entre dolores que
laten, he hecho el suficiente ruido para que la pareja de tortolitos, o
pterodáctilos drogados, se hayan dado cuenta de que los he oído follando. Que
se jodan, pienso, pero llego tarde. Llevan jodiéndose un buen rato.
Total, que me voy a la terraza a tomar el aire, que ya
estaba, por cierto, bastante enrarecido en la habitación, y al cabo de unos
minutos sube Carla con dos malas noticias.
La primera es que se me ha roto el e-reader con unos mil
libros dentro. Si, ya sé que no iba a
leerlos todos, pero estaba a punto de terminar La Mejor Venganza, una epopeya
sangrienta de Abercrombie, que se salía. Y, además, estaba todo: los griegos, toda la filosofía,
clásicos de todos los tiempos, novelas en plan best seller. TODO. Me gustaba
poner la tableta debajo de la almohada y dormir encima de cuatro mil años de
cultura, gran parte del saber de la humanidad debajo de mi oreja. En fin, a tomar por culo todo eso.
La segunda mala noticia, que a mí me pareció cojonuda al
instante, es la siguiente:
Viendo la pareja que nos estaba molestando en demasía, había
decidido, haciendo gala de una gran
consideración hacia sus semejantes,
meterse a follar al baño de la habitación, cuya pared daba a nuestra
litera. Vaya, muchas gracias.
Pues bien, se ve que utilizaron la pila del baño como punto
de apoyo, aunque ignoro quien de los dos se apoyaba. El caso es que la tiraron
al suelo, reventándola como sólo una pila de loza puede reventarse, ocasionando
con ello un estrépito digno de Godzilla.
Pobre Carla. Me imagino el salto en la litera.
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Dame un punto de apoyo y me daré la gran hostia. |
Al instante se nos presentó un dilema moral. ¿Se lo decimos
a la gente del hostal? No. Claro que no. Los Rodrigo-Moreno jamás se chivan.
Joder, al fin y al cabo, ¿Quién no ha reventado follando el baño de un hostal
alguna vez? Pero, ¿Y si la lista follarina se pira sin decir nada? ¿Y si nos
echan las culpas de la movida a nosotros? Que va. ¿Cómo van a hacer eso? Ella,
por sus melenas rubias y su cuerpo de quitarte el hipo aunque no tengas, me ha
parecido bávara o similar. Gente que folla poco, sin duda, por eso se vuelven
locos cuando van a Colombia y sitios así, pero son legales.
El caso es que el tipo del ariete total, el responsable de
semejantes embestidas, el tipo que había
desafiado todas las leyes de la física y el decoro, había desaparecido. El muy Houdini había debido hacer la de chas
y desaparezco a tu lado, porque la pobre chica, humillada hasta el tuétano y
con el tobillo sangrando, está buscándolo, con el potorrete palpitante todavía,
hasta detrás de los sofás de la terraza. Un espectáculo indigno hasta para
un teutón. Si no fuera porque llevaba sin dormir un par
de horas y el hostal era caro de cojones me estaría partiendo el culo por
dentro. Como seguramente, y a juzgar por
los resoplidos de gorrino en poza de la habitación, le estaba pasando a ella
minutos antes.
This is Colombia, no
nos podemos arriesgar. Tenemos menos dinero que en un after a las dos de la
tarde, así que, sintiéndolo mucho, se lo
decimos a los de recepción. Oye mira, le digo, dentro han estado follando como
si se hubiera declarado la tercera guerra mundial y los resultados, fatalmente
y para nuestra consternación, han sido casi iguales. Te lo digo ahora para que
no creas mañana que hemos sido nosotros.
Y en ese momento casi deseo haberlo sido. Primero porque no
me digáis que no es una anécdota cojonuda. “Buah, ¿Os acordáis de cuando
reventé un baño en Colombia echando un kiki? “ Y segundo porque, diga lo que diga
ahora, tuvo que ser un polvazo.
Al día siguiente estuvo muy bien comentarlo todo, la verdad.
La cara de la chica también molaba bastante. Iba a cuestas con su resaca, el
tobillo con costras de sangre y un problemón de tres pares de cojones. Lo negaba todo, claro, pero hay cámaras en la
entrada de la habitación. Se podía corroborar mi historia punto por punto. Mil pesos por las imágenes de Houdini
escabulléndose en gallumbos, amparado en las sombras, por favor.
En fin, cogimos las maletas y nos piramos de una ciudad en
la que, oh sorpresa, los trancones estaban a la orden del día. Y así llegamos a nuestro primer lugar
paradisíaco en esta etapa de nuestro viaje.
Taganga. O como dicen los locales, Taganja.
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Taganga. |
Taganga es un pueblo de pescadores en el norte de Colombia,
entre el mar caribe y Sierra Morena, un macizo montañoso a pie de mar, cuya cumbre más alta supera los cinco mil
metros. Su emplazamiento privilegiado, a los pies de una bahía, lo ha
convertido en parada obligada de mochileros y demás gente de mal vivir. La oferta de alojamientos es de lo más
variada y hay desde hoteles caros a pie de playa hasta hostales de mala muerte,
pasando por un camping postapocalíptico, que es donde nos hospedamos Carla y yo.
Bienvenidos al camping Pura Vida.
El camping Pura Vida es un mini espacio de unos 100 metros
cuadrados donde nos hacinamos viajeros de todo el mundo en tiendas de campaña
decrépitas, unas pegadas a otras, sin parcela propia ni pollas en vinagre. No
funcionan los baños, hay restricciones de agua cada dos por tres, la cocina
parece sacada de Papillón y, al estar
bastante alejado de la playa, siempre hace un calor semejante al que
haría en una fragua con exceso de
trabajo regentada por un saco italiano de tierra seca. El italiano en cuestión es uno de esos tipos que se toman la vida a cámara lenta. La vida, registrar
pasaportes , arreglar el inodoro y todo lo demás. No hay apenas comodidades y la única nevera
que existe en todo el complejo y polvoriento entramado de desolación turística que
es Pura Vida, no enfriaría ni aunque le
metieras tres toneladas de hielo a presión. ¿Entonces por qué estoy tan a
gusto? Pues porque hemos venido a parar a hipilandia. Ni más ni menos. Todos
los habitantes del lugar parece que se ganan la vida haciendo malabares,
tocando en la calle, monocicleando y, en fin, haciendo todo tipo de actividades
alternativas para hacer de la vida una aventura.
Un respeto hacia aquel que decide ganarse la vida poniéndose
de pie en el sillín de una bici en marcha gobernada por él, mientras hace
malabares con cuatro mazas.
Un detalle importante y bastante irónico del camping Pura
Vida: está pegadito al cementerio. Pared con pared. Es genial. No hay nada como
tener un montón de cadáveres como vecinos. No suelen quejarse mucho y,
sinceramente, si nosotros nos hemos
quejado al guardia de seguridad, un tipo nada original y muy taciturno, es por
hacer el tontaina. Se portan la mar de bien. Ni una voz más alta que otra, la
música siempre baja, ¿Qué más se le
puede pedir a unos vecinos? Un poco de sal, si eso.
Es muy gracioso ver a la gente que vuelve al camping por la
mañana, después de una noche de farra, totalmente lánguidos, silenciosos y con
cara de fiambres, caminando al lado del
cementerio.
Taganga mola. Es un sitio perfecto como para que se
convierta en una buena base de operaciones. Desde aquí se pueden hacer tantas
cosas, que lo que iba a ser un día lleva camino de convertirse en una semana.
Ya el primer día nos encontramos de casualidad (como molan
esos encuentros viajeros) con unos amigos que hicimos en Bogotá. Son una
española, valenciana croquetamente, y una australiana. Se hicieron muy muy
amigas de Carla, así que ya os podéis imaginar la sorpresa al encontrarnos
todos aquí. Además, parece que tienen el
lugar bastante controlado, así que nos hemos ahorrado unos días y nos han
contado algunos secretos de Taganga.
Hay un montón de playas alrededor del pueblo, sin contar las
que lo bañan, a las que sólo se puede acceder después de un trayecto en barca o
de una buena caminata. Calas de aguas cristalinas y peces correteando a tu
alrededor.
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Fritangueando. |
Todas las tardes, sobre las siete, los pescadores vuelven a
la playa e improvisan una lonja donde venden todo el pescado. En la misma arena.
Un tipo ha construido una cabaña en alto, a
unos cinco metros del suelo y vive allí, así que los pescadores le
suelen dar las sobras de su mercancía. Es un milagro ver como aquella
estructura se mantiene en pie.
Es,
claramente, la obra de alguien que no se interesa mucho por la física y la
arquitectura. Pero ahí está el tipo, sonriente en lo alto, esperando sus
raciones. Exactamente igual que las decenas de gatos que hay olisqueando por
las inmediaciones.
La parte del pueblo cercana a la playa es la parte más
turística y está llena de chiringuitos y restaurantes, así como puestos
ambulantes de comida y artesanía, todo muy a lo Benidorm, pero sin la parte
asquerosa. Se puede comer de menú muy
bien por siete mil pesos. Dos euros. El
camping nos cuesta 20.000 la noche con tienda que proporcionan ellos. Unos tres
euros por persona y noche.
Un cubata, palabras mayores, puede costar 5000 si eres listo
y te esperas al 2x1.
Exacto. El paraíso.
Pero no es oro todo lo que reluce. Si cruzas la carretera general
y te adentras en el pueblo se ve la realidad tal cual es: calles sin asfaltar,
perros abandonados, negocios llenos de
polvo, sequía, baches, basura por
doquier y las constantes advertencias de los lugareños: por ahí no vayas, de
noche no, etc, etc, etc.
La verdad es que ellos no tienen pinta de estar mal. Los veo
tumbados en sus porches, balanceando sus hamacas junto a algún amigo y, si bien
se advierte una expresión de cultivado aburrimiento, no he visto muchas miradas
de tristeza. Muchas menos que en cualquier metro en hora punta de cualquier
gran ciudad, en todo caso. Lo digo mucho, pero hay una diferencia capital entre
la pobreza y la miseria. Esa diferencia reside en la dignidad. A un pobre es
muy difícil quitarle su dignidad, porque es de las pocas cosas que tiene. Es cuando le despojas de ella cuando
alguien pobre se convierte en mísero.
Cuando alguien se ve en ese estado que lo ha perdido todo, dignidad
incluida, hará cualquier cosa por cualquier cosa: comida, droga, cobijo,
aceptación… da igual.
En fin, por esos lares, en un lugar apartado detrás de unos
de esos campos de fútbol de tierra que se calcinan al sol en los pueblos, se
encuentra Literarte.
Es el único lugar de Taganga donde hay libros. Puedes
intercambiar, alquilar, comprar o vender libros allí. El lugar está apartado
del núcleo urbano, en una especie de claro a los pies de una montaña. Se llega a
la casa cruzando el puente que salva un riachuelo.
¿Os acordáis que se me había roto la tableta? Pues bien, yo
no puedo ir a la playa sin propósito.
Necesito leer algo, o hacer algo más que esclafarme al sol. Si no tengo
nada que hacer me pongo nerviosito y me aburro. A parte del puto calor, claro.
Así que desde que había llegado a Taganga había estado
buscando un lugar así. Es una casa
particular llena de libros en la que vive un tipo muy raro. Y también lento en
sus ademanes. Parece algo muy común en este pueblo.
Cinco minutos aquí puede significar tres eones.
Que alegría, joder, ¿Qué se me jode el e-reader? A grandes males, grandes remedios. Guerra y
paz y El ladrón de barcos. El primero sobra decir nada, el segundo es una
trepidante novela de aventuras en el mar que ya había leído, pero seguro que a
Carla le gusta.
Pero la verdad es que he leído poco. Hemos hecho una colla
de amiguetes, algunos de ellos oriundos del lugar y no hay espacio para la
lectura, al menos de momento.
La verdad es que estoy un poco cansado del rollo amistad
veraniega. No está mal, está muy bien, pero a veces me apetece soledad y hacer
en todo momento lo que me salga del orto.
La mejor forma de viaje es sólo o con una persona más. Eso está clarísimo. Si estás en un grupo
numeroso, estadísticamente hablando siempre hay uno o dos gilipollas. Eso es
así. Y cada decisión, por fácil que parezca, se convierte en un conflicto
internacional. Y eso es exactamente lo que es.
En nuestro grupo ahora hay españoles, colombianos, peruanos,
italianos y australianos.
Total que hoy Carla y yo haremos lo que nos plazca. Si
vienen guay, sino, como dirían en mi pueblo: a cascarla.
La verdad es que mola conocer gente del lugar,
obviamente. Ayer, sin ir más lejos, nos
llevaron a un sitio que está recién inaugurado que es digno de un marahá, pero
en barato. Una piscina de esas que están al borde de un precipicio y parece que
su agua se derrame por el horizonte marítimo. Una de esas mierdas horteras que
se haría Berlusconi por sus huevos en una reserva natural y que saldría en el
programa de la tele de izquierdas llamado “¿Quién vive ahí?” Me sentí un poco
mal, porque por la mañana había criticado con bastante soltura (son años de
práctica como indignado en España) unos
cuantos hoteles a pie de costa, pero, qué queréis que os diga, hay momentos
para la coherencia y momentos para los mojitos a 2x1, que demonios. Ya está bien, hombre, tanto hippie, tanto
malabar, tanto Podemos y tanta polla.
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La Piscina. |
Encima estábamos solos en aquel espacio. Sospecho que pronto
se llenará de tronistas, pero mientras tanto fuimos nosotros los que disfrutamos de la piscinaca.
Bien, hoy nos vamos a un paraje fluvial, con sus cascadas y
sus piscinas naturales, que nos han dicho que aquello es como si a la Pacha
Mama le hubiera dado por construir un acualandia en roca viva.
Mañana vamos a ir con unos pescadores a faenar (ellos se
partirán la caja de ver a unos turistas haciendo el canelo) un rato cerca de una isla que está a una hora
de la costa. Comeremos en su playa desierta lo pescado, exploraremos las
inmediaciones cual Crusoes de Benimaclet
y volveremos mientras se pone el sol en la cresta de las olas.
De Taganga íbamos a irnos pasado mañana, pero no está claro.
Y es que ya lo dicen los habitantes del lugar: A Taganja
sabes cuando llegas, pero nunca cuando te vas.