miércoles, 20 de enero de 2016

LA SEÑORA ESTER.

La señora Ester y mi señora. 


La señora Ester lleva el pelo recogido y cuenta los billetes, que siempre tiene distribuidos en diferentes fajos y bolsillos, con la habilidad de un banquero. Achina los ojos cuando ríe y, si vuelves del fondo de la tienda y ves su silueta a contraluz, uno puede intuir un distinguido bigote muy bien cuidado.  Es capaz de tener doscientas personas dentro de su tienda de cinco metros cuadrados y ponerse a hablar por teléfono ante la mirada de sorpresa de los presentes sin despeinarse, alternando la sonrisa con la seriedad sin ninguna transición. La señora Ester sonríe a menudo, sobre todo a primera hora de la mañana y al final del día, cuando se ve que tiene más dinero que Escobar.

La señora Ester dice "¿Que va a llevar mi niña/o

? unas tres mil veces al día.

La señora Ester trabaja desde el alba hasta bien entrada la noche y nunca se le ve excesivamente cansada.

La señora Ester siempre guarda las distancias y por ello, dentro de la sencillez que aparenta su vida, es altamente enigmática.

La señora Ester suma de cabeza los precios que se le ocurren sobre la marcha. Al principio parecía de los más arbitrario y alguna vez la hemos cogido sumando mal. Me recuerda a la tía Ramona de Burbáguena, una persona capaz de sumar más rápido que Deep Blue. Pero ella no sumaba de cabeza, escribía las cuentas en el papel de envolver el fiambre y paseaba la punta del bic sobre las cifras con una velocidad que convertía su dicción en un trabalenguas numérico.

Doña Ester y la tía Ramona tienen una tienda de ultramarinos en común regentada en distintas épocas y lugares. Y eso es todo.

La señora Ester sabe muy bien que tiene que tener la cerveza siempre fría y barata. Lo  que la convierte en la presidente de Cerveza Sin Fronteras.  En un barrio lleno de hostales y casas compartidas por jóvenes europeos es algo básico. Y ella lo sabe. Y por eso vende decenas de litros al día. Por no decir cientos.

Doña Ester siempre discute de broma con su ayudante, una señora bajita y con cara de pocos amigos. Lo hace de broma si hay mucha gente y todo el mundo se ríe, pero  yo no me entero de una mierda.
Entender a un colombiano puede llegara a ser imposible si está de rumba, o bromeando, o alegre.

Los ladrones saben que si atracan a la señora Ester probablemente esta se defienda dando golpes con sus fajos de billetes, que son armas letales.

Me ha dado penica despedirme de la señora Ester.

domingo, 10 de enero de 2016

LA TUMBA DE LAS LUCIÉRNAGAS


Por supuesto, el vallenato era lo único que existía para el conductor de ese autobús.

Lo habíamos cogido a las siete de la tarde para pasar la noche en el vehículo y el muy notas, después de poner dos pelis  y quedarse el ambiente en brazos del silencio, coge y pone vallenato. Lo irradia por todos los altavoces del autobús. Y bien alto, claro que sí.  Imaginaos: un autobús a oscuras atravesando la noche colombiana. Nadie habla. Sólo es escucha el ronroneo lejano del motor (es un autobús nuevo) y el rozamiento de las ruedas con la carretera, el suave vaivén es agradable. Es casi una cuna.  Y de repente, esto.


(Os pongo un mix de una hora porque, chico, nunca se sabe, puede que os mole).



 De todas las músicas de Colombia, el vallenato es la única que no soporto. Consiste en un tipo con un acordeón y cantando a grito pelado lo mucho que se ha equivocado esa mujer al dejarlo. Las voces son siempre agudas y estridentes y parece que van a pronunciar bien las frases, con algo de sosiego al menos, pero a mitad de frase el cantante eleva el tono hasta convertirla en el grito de un aguilucho en celo. Por supuesto, es mi inexperta opinión. Y así se va a quedar. Sucede que no tengo el más mínimo interés ni en aprender vallenato ni ser justo con mis juicios hacia esa música. La odio y punto. Para mí ha resultado traumática.

Pero todo fue una falsa alarma. Alguien con menos paciencia que yo (efectivamente, existe) se levantó y le debió decir al conductor que, o quitaba inmediatamente esa música o en ese autobús iban a pasar cosas muy malas.

A partir de ahí todo fue, nunca mejor dicho, sobre ruedas. Catorce horas de Bus para recorrer 512 km de las cuales me dormiría unas 9. Todo gracias a una pastilla para dormir que compré en una farmacia de la estación de autobuses. De lo contrario me habría pasado catorce horas cambiando de postura y maldiciendo a la humanidad. He aquí un buen uso de una pastilla para dormir.

MEDELLÍN.

La verdad es que nos sorprendió la ciudad. Es la más avanzada de Colombia. No vi contaminación excesiva, no vi trancones, no vi basura excesiva, ni tantos vagabundos como en Bogotá. También tiene metro, oh, alabado sea Dios.  Es curioso, vimos a bastantes colombianos haciendo turismo en el metro. Iban a verlo, a subirse, sacar fotos y tal. Nada extraño, supongo que en Valencia hicimos lo mismo cuando nació.
Lo único raro es que no tiene casco antiguo. Las cosas para ver están desperdigadas. Anduvimos un poco por el centro, consagrado al comercio, todo muy loco, y luego fuimos al botánico, que es como viveros, pero con otras especies. El recinto de las mariposas es algo espectacular, eso sí.







Al día siguiente, día de reyes, había que hacer algo especial, así que nos fuimos al parque de atracciones de Medellín, una joya nostálgica cuyas atracciones no han sido renovadas desde tiempos inmemorables. Excepto una, no eran muy salvajes, pero había un miedo extra, ochentero, de no saber si todo se iba a ir a tomar por culo debido a la edad de los renqueantes artilugios. Ver a mecánicos haciendo reparaciones  en la montaña rusa, al lado de la cola para subir, tampoco era muy tranquilizador.
Por eso lo pasamos tan bien. Bueno, yo estuve como una hora mareado después de subir a un martillo de esos que dan vueltas de 360º. Como el barco pirata, pero dando toda la maldita vuelta.
Creo que me salieron mil canas, eso sin contar  con que mis pelotas decidieron instalarse en la nuca un buen rato.

HOSTAL SUNSHINE

Después de pasar un día de lo más peterpanesco nos fuimos a descansar al hostal.

Descansar es un decir, claro.
El dueño era de Israel y el 90% de los hospedados eran de Israel también. Tengo que decir que es el hostal más ruidoso en el que he estado. Gritan para hablar, muchísimo. Y es una lástima porque el hebreo suena bien. Es melifluo y suena antiguo, muy, muy antiguo.  ¿Y la música que ponían? Era como si todo el rato estuvieran poniendo la biblia en su versión musical. Una especie de pop del siglo II antes de Chusi.
Pero eso no es todo. Les da igual que estés durmiendo en la habitación compartida. Entran y se hablan entre ellos como si estuvieran sordos. Encienden la luz.
Hubo una noche que estuvieron de fiesta en el patio interior, al que daban TODAS las habitaciones del hostal y me entraron ganas de construir un muro e instalar un puesto de control. Tu ya no pasas. A la puta calle. Coloniza el parque, cabronazo.
Esa noche me prometí a mi mismo que me levantaría y sería  demoníaco. Ruido y fuego, maldita sea. Ahora os vais a enterar.
Naturalmente, me levanté, encendí la linterna, e hice el menor ruido posible. Si es que soy gilipollas.
Cuando salí al patio, algunos todavía volvían de fiesta y me quedé hablando con un chico colombiano que también viajaba y resultó ser una de las personas más interesantes que he conocido en este viaje.
Fue una conversación extrañamente profunda, para ser entre dos desconocidos. Hablamos del budismo, del cristianismo, del viaje, de la política colombiana y española, de adicciones, del miedo, del amor, del sufrimiento. En fin, una trascendental e inesperada delicia.
El chico se retiró a dormir tras dos horas de charla y Carla y yo nos fuimos a Guatapé. La magia hecha lugar.

GUATAPÉ

Guatapé es un paraíso en la tierra. Así de claro. Es un lugar lleno de lagos, de islas, de penínsulas, de bosques. Un ornitólogo tiene que fliparla aquí. Hay decenas de especies de pájaros. Desde aves rapaces que planean en círculos entre diez y doscientos metros de tu cabeza, hasta patos salvajes, pasando por unas aves de patas altas y delgadas y plumaje grisáceo que siempre están cerca del agua. También hay pájaros pequeños, como puntas de flecha, de colores vivos, casi fluorescentes. Cuando se posan en alguna rama parecen flores.
El pueblo es una cucada real. Real me refiero a que la gente hace vida en él. No son todo hoteles, ni casas restauradas, ni todo es carísimo. No es Brujas, ni Cartagena de Indias, ni Venecia. Todas muy bellas, pero como de postín.
Su belleza está en el emplazamiento (puedes ver el lago al final de muchas calles) y en el hecho de que se nota que sus habitantes se esfuerzan por dejarlo todo arreglado a nivel personal.



La casa de un pintor.

Falso casual. 

Una calle. 

Un embarazo.

En Guatapé se toman muy en serio la navidad.

Carla y Blondie

Conseguimos la carrera por 2000 y nos pedía 10.000. Vamos aprendiendo.

El sitio.

La foto más típica de la historia. 

El peñón de Guatapé

Vistacas.

A esa playa vamos hoy, en kayak.

Estoy hecho un chaval.

To punki.

Muy Bola de Drac todo. 

Chorizo y preservativo son dos palabras que NUNCA deberían ir en la misma frase. 

Llamando a las puertas del infierno. 

Carla, en un vehículo de exploración extraterrestre.

Para los amantes de los coches, la peli y la serie. 

La iglesia de Guatapé es de los Stark. Consagrada a los antiguos dioses. Se acerca el invierno. 

Una iglesia. 

Una especie de buitre. Bueno, no sé lo que es, la verdad. 

Un zócalo un tanto extraño.
JUAN CARLOS.

Después de dos noches en dos hostales que ni fu ni fa, encontramos uno que es una chimba, a los pies del lago, con wifi que funciona y donde Juan Carlos da clases de yoga. Y es que Juan Carlos es mucho Juan Carlos.

Juan Carlos es un colombiando, de Medellín, que ha vivido treinta años en los Estados Unidos con una familia gitana. A eso yo le llamo diversidad en vena. Se dedica al flamenco y al Yoga (¿?) profesionalmente en Medellín, ciudad que vive una primera infancia con esa música.  Pues bien, a pesar de tener cama en el hostal donde da clases, prefiere dormir en una tienda de campaña a los pies del lago. Ayer pasé por la tarde por su campamento y estuvimos bebiendo birras y tocando a los pies de una hoguera, mientras caballos pastaban a nuestro lado y diferentes especies de pájaros se dedicaban a hacer sus cosas de pájaro. El lago, tranquilo, casi vergonzoso, iba ocultándose en la creciente oscuridad.
Se puso a llover y tuvimos que refugiarnos en la tienda de campaña, que era grande y con forma de casa, techo canadiense pero con paredes, como las del ejército. Una pasada. Me quedé allí, en las puertas de la cabaña viendo como la hoguera luchaba contra la lluvia, perdiendo poco a poco la batalla.

Una luz por el rabillo del ojo. ¿Pero que coño?, pienso. Y caigo en la cuenta de que este ¿Pero que coño? pude que sea el pensamiento que más he repetido en este país.  Otra luz. Y otra más. Y luego cinco intermitencias brillantes, minúsculas. Y luego veinte. Desordenadas, Como luces de muchos flashes de minúsculas cámaras.

-¡¡¡Pero si son luciérnagas!!-grito.

Juan Carlos se me queda mirando como si estuviera imbécil, pero me la suda. Para él será normal el tema luciérnaga, pero yo sólo las he visto en animes japoneses.  En ese momento hay decenas, cientos de ellas y es noche cerrada. Es un espectáculo increíble, para mí lleno de magia, igual que si se acabara de abrir la puerta que une la realidad con todos mis sueños relacionados con el mundo de la fantasía épica, los cuentos de hadas, la magia, las aventuras, los juegos de rol, la imaginación, la poesía. Salgo corriendo de la tienda de campaña y voy justo hasta el centro del espectáculo. Ahora me rodean cientos de ellas, aparecen a un metro de mis ojos, centelleando por un segundo en erráticos vuelos. Me giro y toda la noche cercana al suelo (no vuelan a más de tres metros de altura) aparece surcada de un caos lumínico tranquilo, fantasmagórico, sutil y jodidamente hermoso. Estoy rodeado de miles de luciérnagas y, a pesar de que a veces es molesto, por los zumbidos en las orejas y los choques contra mi persona de los insectos, estoy viviendo uno de los momentos más especiales del viaje. Maldigo el hecho de que Carla esté duchándose en el hostal. Ojalá hubiera estado allí conmigo.

La belleza pura y trivial, sin intención alguna, de la naturaleza, es muy superior en mi opinión, a cualquier obra de arte.  El hecho de que nada haya intervenido en su creación, aparte del azar, me parece algo fantástico y una de las razones de que el hombre inventara a Dios. Puede llegar a ser insoportable ver la relación intrínseca de todas las cosas sin inventarse una mano que haya diseñado el puzzle.  Y más antes.  Otro "pero" es que esa belleza la paso por el tamiz de optimista de libro que soy yo. Un pesimista te diría que de bello nada, que la naturaleza es cruel y salvaje y que todas las puestas de sol y todas las luciérnagas no son admiradas por los animales y que no valen nada ante el hecho de que el dolor y el miedo de una gacela es muy superior al placer del león que se la está comiendo. Que la belleza la inventó el poeta al contemplar porque no existe.



Este lugar es magia. Magia pura. Que buen cierre para el viaje. Hoy vamos a alquilar un kayak y a perdernos por alguna de las islas. Haremos un picnic, dormitaremos entre el sol y la sombra de los pinos y leeremos nuestros libros.

Colombia, ya estoy empezando a echarte de menos.

domingo, 3 de enero de 2016

LO MALO DE COLOMBIA

Anoche estábamos en una plaza llena de gente, presidida por una gran iglesia. Es una plaza que se llena de artistas y gente haciendo botellón, así como de familias y niños correteando. Pues bien, estoy dándole un trago a una cerveza, cuando llegan unos policías.

-¿Que haces?-me dice gritando-Deja esa botella ahora mismo.

La dejo, obviamente, y nos levantamos de allí y empezamos a irnos. No queremos problemas, pero cuando estamos unos cinco metros alejados de ellos, me vuelven a gritar.

-¡Eh, tú!, Acompáñanos a la estación.

-¿Cómo?-le digo.

-A la estación. (Comisaría)

Y me doy cuenta de que estoy rodeado de maderos. Sopeso irme corriendo durante un milisegundo. Es estúpido. ¿Que puede pasarme por beber un trago de birra en la calle? Además, Carla, la pobre, está detrás de mí, acompañándome en todo momento, cuando la cosa no va con ella.
 Al que han pillado bebiendo, a pesar de que unas cuatrocientas personas  están haciendo lo mismo, es a mi.
Llegamos a la estación y nos sientan en unas sillas. Uno de ellos empieza a llamarme hijo de puta y a decirle a los compañeros de la estación cosas raras.

-¡Estaba bebiendo al lado de la iglesia!

Todos se hacen los ofendidos, Como si hubiera infringido una ley de forma muy grave. Me miran con cara de asco. En ese punto empiezo a acojonarme de verdad. Empiezo a temblar. A lo mejor es verdad que no se puede beber cerca de las iglesias. Este país es muy religioso. Mucho.

Me levantan y me registran. Hacen lo mismo con las cosas de Carla.

-Ahora vamos a llamar a inmigración.-me dicen.

Carla, un poco más tranquila que yo, les pregunta que cual es el procedimiento, que qué va a pasar.

-Ahora vendrán los de inmigración, le abrirán una diligencia, le esposarán y estará en la cárcel 36 horas mínimo-le cuentan mientras yo empiezo a sentir nauseas-después de ese tiempo habrá un juicio. El resultado depende del juez.

No me puedo creer lo que está pasando. Cuando te pasa algo realmente malo todo se cubre de un halo de irrealidad. Es como una pesadilla. El cerebro se niega a aceptar que minutos antes todo fuera de maravilla y ahora todo sea una especie de viaje cuesta abajo y sin control.

Llaman por radio.

Uno de los polis no para de hablarme de mala manera, muy agresivo.

-Os creéis que podéis hacer lo mismo que en vuestros países, y esto es Colombia. No se puede beber donde la gente ora, "hioeputa". Y delante de niños.

Es el tema religioso y de los niños, ambos repetidos hasta la saciedad, lo que me mosquea.

-Pero está todo el mundo bebiendo. Hay un puesto que hacen cócteles y todo.-dice Carla.

Yo sólo pienso en lamer culos de maderos y que Carla se calle.

Entonces el poli se sienta a mi lado y se acerca demasiado. El código de las distancias salta por los aires. La gente,  sobre todo desconocida, solo se sienta así de cerca cuando quieren hablar sin que nadie más les escuche. Yo veo una luz al final del túnel. Es una luz negra, llena de basura, portadora de una música atroz que explica muchas de las cosas que suceden en este país tan contradictorio y, a veces, absurdo.

-Señor-tiemblo- no quiero faltar al respeto, ni resultar ofensivo, ni nada parecido, pero... ¿Hay alguna forma de solucionar esto?

Y el policía, por llamarlo de alguna forma, no me contesta. Es alto, grande (es una estación antidisturbios, tócate los cojones) y su cara abotargada y llena de protuberancias carnosas está marcada por una verruga horrible que le mancha un párpado y hace que su ojo esté medio cerrado. Es una visión más que fea. Pienso, no sé como, que el tipo se merece un rostro semejante.

-Le puedo dar-digo susurrando porque el momento es crucial- 50.000 pesos. Es todo lo que tengo.

Y el tipo que me ha echado la bronca porque está mal beber cerca de una iglesia junto con cientos de personas más, me dice:

-Bueno-y pone la mano- pero lo hago por colaborar con usted. Y no le cuenta a nadie esto.

Alivio. Alivio instantáneo. Y rabia. En ese mismo momento me doy cuenta de que nos han tomado el pelo, de que era todo un teatro para sacarnos plata. Pero estoy, por otra parte, tan contento, que me la suda.

Después de eso nos vamos al hostal, a encerrarnos en la habitación con aire acondicionado, nerviosos como si nos hubiéramos tomado diez litros de café.

En fin. Había unos cinco polis en la habitación de la comisaría donde nos registraron y TODOS vieron como el gorilaco me sacaba la plata. TODOS vieron como se la daba en la mano.

Ojalá hubiera llevado una cámara oculta. Que sensación, joder, ser el vehículo mediante el cual unos policías corruptos cometen un delito.

En fin. Colombia tiene muchas cosas buenas y muchas malas. La corrupción galopante que sufre este país, es, sin duda, una de las peores. Todo el mundo es consciente, todo el mundo lo dice, pero nadie hace nada.

Colombianos, nadie va a cambiar el sistema si no lo hacéis vosotros.

Podríais empezar ocupando las plazas. Salid a la calle, manifestaros. Tendríais que ser constantes, sacrificar momentos de alegría y de estar haciendo otras cosas más divertidas.

Pero funciona. A la larga, funciona. Os lo dice alguien de un país que también quiere cambiar las cosas y lo está consiguiendo, o eso quiero creer.

Luchad, demonios, levantaos. Tenéis un país maravilloso, enorme, lleno de recursos, de gente increíble. Tenéis el potencial más grande que nunca vi en cualquiera de mis viajes.

Y nadie va a hacer nada por vosotros. Ni los políticos, ni los mercenarios que sirven sus intereses.

Y os lo digo de verdad: parece que no.

Pero se puede.

PD: Escribo esto tras una reflexión de Carla que me ha hecho sentir un poco de vergüenza. No es tan fácil. Aquí, a la gente que se rebela, que dice las cosas como son, la matan.