viernes, 27 de noviembre de 2015

ECHAR DE MENOS.

Echo de menos a mi perro Baco, a mi padre, a mi madre y a mis hermanos. Sí, Baco primero, soy horrible. Echo de menos despertar en Benimaclet y salir al descampado con legañas en los ojos y la prisa de mi perro en los suyos. Echo de menos el sol de Valencia y los amigos de Valencia que, ahora que pienso, son casi lo mismo.
Echo de menos llegar a cualquier sitio en un máximo de media hora y echo de menos el aire maloliente de la huerta. Porque una cosa es el olor del abono al final del invierno y otra muy distinta el olor a metal pesado cualquier día.  Echo de menos las terrazas. Dios. Cuanto os echo de menos. El sol de invierno. Tomar una cervecita fresca con calamares, o bravas, o morro, o sepia, o ensaladilla rusa, o croquetas de bacalao, o tellinas, o puntilla, o chorizos a la sidra, maldita sea,  porque salí anoche pero no me lié y todo entra de puta madre y estoy contento por aprovechar el fin de semana. Eso lo echo un huevo de menos.
Echo de menos poder ir al Regajo con quién quiera venir. Echo de menos el London y la plaza del  Glop y volver a casa  a cenar después de haber tomado unas cañas en el Sergio's.
Que me parta un rayo ahora mismo si no echo de menos mis almuerzacos en el Petit con Baco.
Echo de menos las visitas de improviso de algún viejo amigo. Y de los pesados de siempre.
Quedar en media hora. Eso aquí es imposible.
Echo de menos encontrarme a gente por la calle que se alegra de verme. Echo de menos las cenas del padre de mi novia y los asados de mi padre. Una cena de mi madre, que no sé como demonios hace para que las cosas más sencillas sean alta cocina. Vaya tela, no voy a seguir por ahí, que lloro.
Echo de menos ciertos hábitos, ciertos lugares, que hace cuatro meses me estaban cansando, por no decir otra cosa.
Y ahora los echo de menos.
Pero los echo de menos cuando me paro a pensar. Cuando el silencio aparece y ataca, que suele ser casi siempre.

Como ahora, mientras escribo.

El resto del tiempo estoy demasiado ocupado viviendo con mi asombro.  

lunes, 9 de noviembre de 2015

DE MIRADAS SANGUINARIAS, PUEBLOS TRISTES Y FRONTERAS OSCURAS (Tercera parte)

(Viene de : http://deaventurasporcolombia.blogspot.com.co/2015/11/de-miradas-sanguinarias-pueblos-tristes_7.html )

Porque aquí, sorprendentemente, empieza lo más duro del viaje. Una vuelva de 25 horas sin dormir un puto minuto.  ¿Lo bueno? Que era un bus equipado como un avión transcontinental. Pantalla en el respaldo de delante, decenas de pelis a la carta, enchufe para recargar el e-reader. De hecho, las primeras doce horas fueron tranquilas y apacibles. Incluso paramos un par de veces a comer. A partir de la duodécima hora empecé a ponerme, como decirlo, nerviosillo. Hasta las narices de leer. En total ya me había leído Las cartas de la ayahuasca, Enrique V, medio libro de La voz de las espadas que ya tenía empezado y medio de Antes de que los cuelguen. Me había visto también unas cuantas pelis.
Así que me dio por inaugurar el síndrome Quiero Bajar Ya O Cada Vez Voy A Estar Peor  Aunque Ya Sé Que Pensar Así No Es Para Nada Útil. Pero eso no iba a suceder. Lo que iba a suceder es que el tiempo iba a empezar a colgarse de cada latido de mi corazón como un alquitrán espeso, esparciéndose lenta pero irremediablemente por mis células. Pronto iba a salir rezumando de cada poro de mi piel. Un tic tac solemne, grasiento e interminable, generador de pensamientos deformes. Nunca dejará de maravillarme la percepción que tenemos los humanos del tiempo y la crueldad esencial de su naturaleza. El tiempo pasa lento cuando uno sufre o se aburre y rápido cuando uno se lo está pasando bien. Por otra parte, cuanto más pequeña es la escala de tiempo a analizar, más lento pasa y viceversa. Si  pienso en los últimos veinte años me entra un vértigo de la hostia. Porque, básicamente, todo ha consistido en un parpadeo ininteligible. Estoy pensando seriamente que en mi (muy futuro) epitafio ponga "¿Que coño ha pasado?".
 El paisaje, a ratos verdaderamente espectacular, disminuía la sensación de estar sumergido en el tedio más espantoso.
El bus recorre gran parte de Colombia y atraviesa macizos montañosos gigantescos que se atropellan unos a otros generando abruptas quebradas, cañones en cuyo fondo discurren ríos estrepitosamente hermosos y cascadas vaporosas como sudarios  que surgen de la niebla, o acaso la generen. Fértiles valles llenos a rebosar de cafetales y plataneros. La humedad como argamasa de la vida y a la vez, causa de podredumbre. Es fantástico caer en la cuenta de que la putrefacción es un elemento indispensable para la vida. Aquí se nota más eso. El bosque aquí es más exuberante, caótico, lleno de vida y a la vez podrido que en Europa.  Me pregunto si pasa lo mismo con las personas y si está tan superado el tema según el cual el carácter y la situación general de un país está relacionado directamente con su clima y su entorno. Eso decía Montesquieu hace ya unos cuantos findes. Ahora parece que no. Que lo más importante para determinar esto es la situación política. Yo no estoy tan seguro.
 A través de la ventana del bus veo casas con ondulados techos metálicos, llanuras inmensas plantadas con caña de azúcar y el verde, el verde omnipresente, húmedo y siempre jocoso, riendo en brazos de la lluvia y del sol, que aquí se pasan el día jugando al escondite.  Un inciso. Me doy cuenta de que antes, en la primera y segunda parte de esta entrada, para describir la fealdad de un sitio, he añadido torpemente el adjetivo de pobre y  es un error. Desde el bus puedo ver también decenas de sitios muy pobres, pero bonitos, en la espesura. Cabañas evidentemente construidas por sus dueños, muy humildes, sin apenas comodidades, pero con un encanto y una belleza especiales. Creo que es el marco, la forma de estar integradas en la selva. Supongo que la pobreza es mucho más llevadera allí que en cualquier ciudad, aunque, la verdad, no estoy muy seguro.
En fin, es entretenido ir pensando todas estas cosas mientras observo a través del cristal. Ver como el día se retira poco a poco detrás de las montañas y como estas proyectan sombras que cortan limpiamente la luz anaranjada y lechosa de la tarde.

Pero bueno, eso dura poco, porque pronto se hace de noche y el paisaje desaparece. Entonces sólo quedan los vaivenes del bus, el ruido del motor, el del rozamiento de las ruedas contra el asfalto y los ocasionales ruidos guturales de un pasaje dormido. Hay una señora que ha debido comerse un camello con motosierras de guarnición, porque no veas como ronca la japuta. Parece que le esté dando una parada cardiorespiratoria cada vez que le da por inhalar, a la egoísta. Pues no sería yo quien le ayudara. Sólo hay una cosa peor en este mundo que no poder dormir. Y es que la gente a tu alrededor vaya por la tercera fase REM de la noche. Porque creo que sólo estamos despiertos el conductor (que hace unas seis horas que no descansa) y yo. Lo cual hace todo mucho más desagradable. Empiezo a sentirme como el personaje de un capítulo de X-Files. Es muy sospechoso ser yo el único despierto de todo el bus. ¿Estaré siendo objeto de un experimento gubernamental colombiano? Ni siquiera puedo salir a orinar porque estoy en ventanilla y el notas que está a mi lado duerme como un bendito adicto al opio, el muy cabrón, y tiene una mochila del tamaño de júpiter bloqueando el paso. Tendría que ponerle el culo o el paquete en la cara para salir y no me apetece. A saber que puede pasar si se despierta en ese momento.

La desesperación must go on.


Paso las horas, defragmentadas, deconstruídas, desuputamadre, en una interminable sucesión de intentos de hacerlas más livianas, pero no funciona ninguno. Ya no me concentro en la lectura y la idea de ver una peli se me hace insoportable. Intento dormir pero eso es absurdo. En mi vida he conseguido dormir si de lo que se trata es de intentarlo. Yo duermo cuando me entra el sueño. Y, en ese momento, a pesar de un cansancio aplastante, no tengo nada. Cero. Más despierto que preso en una sala de interrogatorio de los mossos.

El tiempo sigue su curso, lento y desquiciado a la vez, como una serpiente secándose al sol, e igual de venenoso. Carla me manda mensajes de ánimo que son como fesols magics cuyo efecto dura  poco hasta que, finalmente, oh gracias Dios de los buses, llegamos a Bogotá. Alegría de la peor clase, alegría falsa alarma, alegría mi gozo en un pozo, puesto que nada más entrar en la ciudad y tras la nada desdeñable cifra de 24 horas de viaje, descubro que está colapsada. Hay un atasco como sólo aquí pueden existir. Si Dante fuera contemporáneo, un círculo del infierno sería un atasco en  Bogotá, durante la hora punta. Pero que digo, qué hora punta ni qué leches. Eran las cinco y media de la mañana y ya estaba la ciudad colapsada.

En ese sentido Bogotá es un fracaso de ciudad. En serio. Toda la vida, toda la cultura, todas las infinitas posibilidades que brinda la capital de un país enorme y hermoso como es Colombia se van a la mierda el momento que sales de casa y te toca desplazarte. Como sea un poco lejos, estás jodido. Además, hay tanto coche, tanto bus realmente viejo, que hay días que la atmósfera es irrespirable.
Si hace sol y tienes que ir a un barrio cualquiera de Bogotá lejos de los cerros, llévate mascarilla. Por otra parte, la lluvia aquí es la fregona de los dioses. Una auténtica bendición.


En fin, fue la guinda podrida de un pastel de mierda.  Llegar a la ciudad de destino y comerme dos horas más de bus, sin escapatoria alguna, en un mar de coches que avanzan a dos kilómetros por hora.

¿Os cuento algo gracioso? En ese momento empecé a sentir sueño. ¿Os cuento algo más gracioso todavía?
No era yo, era el CO2. Había tanta polución, que el aire acondicionado había empezado a meter aire de mierda (el único disponible por otra parte) en el interior del bus. Era como estar de picnic en el túnel de Peixet Aleixandre.  Y decidí aprovecharlo. Así que creo que dormí una horita gracias al CO2 en medio del atasco.

Después tuve que coger un taxi a casa que me costaría una hora y media más. Si me mordiera las uñas no me quedarían.

Luego llegué a casa y vi a Carla y vi mis cosas y vi que todo estaba bien,  que todo había salido bien. Me alegré tanto de volver a mi pequeño universo que pronto toda la ansiedad y el cansancio desaparecieron para dejar paso a una sencilla alegría que descansaba sobre mi chica y sobre mi, los dos risueños, buscando el abrazo a cada rato, y sobre un desayuno celestial consistente en un sandwich triple de tortilla, queso curado, jamón york y mayonesa.


Había vuelto a casa. Que es otra de las partes más bonitas de viajar.

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sábado, 7 de noviembre de 2015

DE MIRADAS SANGUINARIAS, PUEBLOS TRISTES Y FRONTERAS OSCURAS. (Segunda parte).

Viene de http://deaventurasporcolombia.blogspot.com.co/2015/11/de-miradas-sanguinarias-pueblos-tristes.html


Pero llegamos a la terminal de autobuses de Tulcán, cerca de la frontera de Ecuador. Entiendo que la llamen terminal, en lugar de estación.  La estructura  parece presa de un cáncer de huesos. Uno de esos abuelos desahuciados sin familia que mueren sin que nadie les eche de menos. El olor es el mismo, desde luego y, a pesar del caótico ajetreo, todo el lugar apesta a tristeza y a peligro, otra vez.
Pocas veces he sentido eso en mis viajes por el mundo. Quizá en el puerto del Pireo, cerca de Atenas, al caer la tarde. Pero es un puerto, con sus marineros borrachos y sus tabernas con olor a alcohol fermentado, así que entra dentro de lo normal.  Sin embargo, uno espera algo distinto en una ciudad con escuelas y niños y negocios respetables. Pero no.
Nada más bajar del taxi dos chavales con, otra vez, los ojos inyectados en sangre, se burlan de mi. Debo tener pinta de turista acojonado.

-Mira el grigo perdido- grita uno de ellos en voz alta. Su acompañante se ríe de una forma estridente y algo artificial, forzada.

-El gringo está perdido. Pregunta gringo.-le acompaña en la burla. Es evidente que el otro es el jefe. Siempre se notan estas cosas a la legua.

Paso de ellos. Ni siquiera les miro y cojo otro taxi que me lleve al hostal. (Por alguna extraña razón el que me ha llevado de la frontera a la estación de buses no quiere llevarme).

El hostal San Andrés, que había localizado por internet antes de comenzar el periplo, es un agujero infecto y los múltiples crucifijos y dibujos kitsch de la Virgen no hace más que acrecentar la sensación de que ese es un lugar dejado de la mano de Dios.  No hay nadie en recepción y, al cabo de unos momentos interminables en los que no se oye un alma, aparece un adolescente bizco y con cara de hacerse unas doce pajas al día.

-Hola- le digo- Quería una habitación.

-Son diez dólares, tiene baño propio y televisión por cable.

Lo de la televisión por cable es un dato interesante, porque quiero hacer un búnker de ese hostal y hay que estar entretenido. De leer estoy un poco harto (recordad, 20 horas de bus) así que me parece bien la TV por cable. Me parece cojonudo.  Pago sin registrar absolutamente ningún dato. Bueno, por mi estupendo. Si resulta que, por lo que sea, destruyo la habitación, no podrá exigir nada.

Lo que pasa en Tulcán se queda en Tulcán.

La habitación. Ja. La habitación no es digna de llamarse habitación. Es un espacio triangular con una cama que cabe a duras penas, unas cortinas recién sacadas de una incineradora forense antes de su puesta en marcha y una ventana que es imposible cerrar del todo. En fin, aunque el baño es estilo Saw III y ni siquiera hay toallas, la puerta que da al pasillo tiene pestillo y la TV funciona. Las sábanas huelen a limpio. No necesito más.

Pero es pronto, así que salgo, algo más tranquilo y animado, a explorar un poco la ciudad y a ver si encuentro un ciber y mato el tiempo.

Tulcán es como Ipiales: lo que yo vi puede describirse como básicamente horrible. Pobreza, suciedad, desorden, absurdez y un aura de peligro más que presente. La diferencia con Ipiales es que  llovía estilo Seven: una lluvia gorda y sórdida, que subraya los detalles decadentes que campan a sus anchas por las calles.  Destellos rojos de semáforos en paredes húmedas desconchadas, cables que cuelgan enmarañados, callejones con gente (¿Qué hacen allí?) al fondo, descampados que jamás serán usados para algo bueno y personas de bien compartiendo aceras con seres humanos que aparentan relacionarse sólo con el mal y su propiedad conmutativa: O lo hacen ellos, o el mal se ha cebado con ellos,  una de dos. El resultado, al final, siempre es el mismo.

Me meto en un ciber. Estoy un buen rato hablando con Carla y gente de Valencia. Miro noticias de España. Es un buen ancla con la que fijar, aunque parezca irónico, mi cordura. Vuelvo a lo conocido, a las riveras familiares. No quiero acojonarme y puede que todo haya sido imaginaciones mías, pero antes me ha parecido como unos chavales me seguían hasta el hostal. Así que, con el ánimo de despistarlos,  paso un par de horas en internet. El chaval que regenta el locutorio parece amable, por su sonrisa del principio, así que le pregunto que hay que ver en Tulcán. Su respuesta, traída de lugares ignotos tras largos segundos de silencio, me deja a cuadros:

-El cementerio, pero no hace día.

El cementerio. Bien. Un sitio cuya principal atracción es el cementerio. Cojonudo. Seguro que es brutal. Los muertos tienen que estar allí en la gloria. Cementerio cinco estrellas. Me pregunto si tendrá televisión por cable.

Salgo de allí con la intención de esclafarme en la cama y sacar  sólo las orejas y la mano con el mando de la TV pero, al cabo de unos pasos, veinte como mucho, caigo en la cuenta de que me he dejado la mochila. Vuelvo raudo cual Puzuma ambiguo*. No ha pasado más de medio minuto, pero, oh, surpraise, la mochila ya no está. Hay tres personas en el ciber más el dependiente, sentado tras el mostrador, en una especie de cubículo separado del resto de la sala.

-Perdona-le digo. -Me he dejado una mochila hace menos de medio minuto.

Y no es en absoluto una pregunta, pero el chico me contesta que no.

-Vamos-vuelvo a decir- Si acabo de irme. ¿Ha entrado alguien en este tiempo?

La pregunta va dirigida a la chica que estaba a mi lado, con su propio ordenador.

-Yo no sé nada- o algo así, me contesta.

No ha contestado a mi pregunta. Me ha dicho algo muy distinto.

Salgo del ciber. ¿Que puedo hacer? Empiezo a dudar de mi mismo. ¿Y si no venía con mochila? Pero no puede ser, la recuerdo a mis pies. Vuelvo a entrar pero el chaval me niega que haya entrado alguien a por mi mochila o que alguien de los presentes se la haya quedado.  Me empiezo a cabrear porque, aunque no hay nada de valor dentro, están mis medicamentos para el asma (aunque en ese momento yo no me acordaba)  y la mochila, en sí misma, tiene un gran valor sentimental, puesto que me la regaló un amigo antes de venir a Colombia.  Más cabreo. Empiezo a parecerme a Pocholo buscando la puta mochila.

Vuelvo a salir, ya muy jodido, y en ese momento pasa un policía en moto. Bien. Le paro y le cuento la historia. El tipo llama por radio y aparecen diez o doce polis más. Motos, un coche y varias parejas andando. Menuda party de maderos. Me giro para ver la cara del dependiente. Vale, menudo careto me lleva. No puedo verlo, pero si me asomara un poco por su garganta vería a su corazón practicando escalada y mascullando "mierda, mierda, mierda". Menudo poema de cara. Las cartas de Jorge Manrique  por la muerte de su padre, por lo menos.

Bingo.

Los polis hablan con él, pero lo niega. Allí no hay nada. Vuelven a hablar conmigo. ¿Seguro que venía con la mochila? Joder, agente, defina seguro. Apostaría 100 euros, no la vida. ¿De acuerdo? Naturalmente eso lo pienso, no se lo digo.  Yo le aseguro que estaba allí y a los treinta segundos había desaparecido. Y además, que demonios, es exactamente lo que ha pasado. Ya basta de dudar de mi mismo, coño. El que parece el jefe de los polis vuelve a entrar y al cabo de un minuto sale y me dice que pase dentro del cubículo a ver si veo la mochila. Entro y, efectivamente, allí está La Colombiana. (He decidido ponerle ese nombre). El chaval, en un intento desesperado de cogerse a algo antes de caer al precipicio, dice: esta mochila es de mi hermano. Pero es un clavo ardiendo y todos lo sabemos.

-¿De tu hermano? Mira, da igual, no pasa nada. Me la he dejado y tu has querido aprovechar la oportunidad.Lo entiendio, de verdad, no pasa nada. No estoy enfadado ni nada, me la sopla el hecho en sí. pero DAME MI MOCHILA.

Y el poli me dice que identifique lo que hay dentro y se lo digo al dedillo. En ese momento me acuerdo de que tengo los medicamentos para el asma y doy gracias a R.R. Martin por no encontrarme en Tulcán sin ellos, lo cual sí habría sido un problema serio de cojones.

Le doy efusivas gracias a los policías y el jefe me dice que vuelva a Tulcán, que allí son gente buena.

No lo dudo (no huevos), le digo, pero no creo que suceda en los próximos tres eones.

Ahora sí que me meto en mi búnker televisivo y no salgo de allí hasta el día siguiente. Dos birritas, dos piezas de pollo frito y mil canales donde oír a Robert De Niro gritando recanastos.

Me despierto varias veces en la noche desorientado. No suelo dormir sólo en lugares extraños. En un momento dado, cerca de las dos de la mañana, me desvelo.  Pienso en todos los acontecimientos que estoy viviendo, los lugares que estoy conociendo y sonrío dentro de la cálida seguridad que me proporcionan las mantas y sábanas limpias. Insisto: olían muy bien. Es un detalle de agradecer en todo aquel desbarajuste existencial transitorio, pero muy cañero, que estoy experimentando.
Sonrío, también, porque viajar no sólo es disfrutar: los malos momentos, el caos, el miedo y la nostalgia alucinada que provoca todo eso  forma parte del viaje muchas veces. Son momentos oscuros que tienen algo bueno intrínseco: el poder superarlos.
Y que te curten. Aprendes a moverte por esos sitios, a diferenciar lo que es peligroso de lo que es una paranoia tuya sin más. Cosa la cual es básico para futuros viajes, puesto que viajar con miedo hace que te pierdas cosas maravillosas pero hacerlo sin estar alerta puede causarte grandes problemas.

A las seis del día siguiente ya estaba más fresco y animado que un delfín en primavera. Tocaba volver.

Cogí un taxi y fui a la frontera. Desierta, bien. Ni siquiera tuve que hacer cola para salir de Ecuador y fui el primero en entrar a Colombia por allí ese día. Lo cual no deja de ser curioso. Ya en Colombia cogí el taxi a la terminal, pobrecica, de Ipiales y allí cogí el bus que me llevaría a Bogotá.

Y allí se desataría el INFIERNO.

*Para cualquiera que no posea un marco lógico de referencia semejante, el animal más veloz† del Disco es el Puzuma Ambiguo, una criatura extremadamente neurótica que se mueve tan deprisa que es capaz de alcanzar una velocidad cuasilumínica en el campo mágico del Disco. Esto significa que si puedes ver un puzuma no está allí. La inmensa mayoría de los puzumas machos mueren jóvenes después de haberse destrozado los tobillos corriendo a gran velocidad detrás de hembras que no están allí lo que, naturalmente, les permite alcanzar la masa suicida en concordancia con la teoría de la relatividad. El resto de ellos muere de PIH (Principio de la Incertidumbre de Heisenberg), dado que no tiene forma alguna de saber simultáneamente quiénes son y dónde están. La incertidumbre que ello provoca da como resultado colateral el que un puzuma sólo pueda estar seguro de su identidad cuando se encuentra inmóvil (normalmente encima de los cascotes en que se ha convertido la montaña con la que acaba de chocar a velocidades cuasilumínicas). Se rumorea que el puzuma es de un tamaño aproximado al leopardo y que posee un pelaje a cuadros blancos y negros sin igual entre todos los animales, aunque los escasos especímenes descubiertos hasta el momento por los sabios y filósofos del Mundodisco les han inducido a afirmar que el estado natural del puzuma es ser tan delgado como una alfombrilla de baño y estar muerto. "

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viernes, 6 de noviembre de 2015

DE MIRADAS SANGUINARIAS, PUEBLOS TRISTES Y FRONTERAS OSCURAS. (Parte I)

El viaje de ida fue extrañamente placentero. Para empezar, nada más subir y acomodarme en mi asiento, me quedé dormido. No fue un sueño profundo pero si inesperado. Dormí intermitentemente unas ocho horas. Todo un récord en mi. Sobre todo en un bus.  Al despertar sólo tuve que dejarme llevar por el cambiante y espectacular paisaje y por la elección de mi siguiente lectura. Me había traído unos cuantos libros:
La rebelión de las masas, de Ortega y Cassete, Enrique V de Shakespeare, El sonido y la furia de Faulkner, Cartas de la ayahuasca, de Borroughs y un e-reader con un más de mil libros de todos los tiempos. Resumiendo, estaba a gusto en el bus.
Empecé con el yonki, pederasta (le encantaban los adolescentes) y asesino (mató de un tiro a su mujer en México jugando to ciego a Guillermo Tell) y sus Cartas de la ayahuasca. Fue una lectura de lo más sorprendente, porque habla de latinoamérica y cuenta sus problemas con los papeles y sus estancias en sitios de mala muerte y me sentí bastante identificado.
Total, que después de veinte horas (milagro, esperaba 24) llegamos a la terminal de Ipiales, cerca de la frontera, en el lado colombiano.

Dejemos una cosa clara desde el principio: TODOS los núcleos urbanos medianamente grandes y que no son turísticos que yo he visto de latinoamérica son jodidamente feos y tristes y pobres y sucios. En todos flota una sensación a desesperanza y peligro de la que es difícil sustraerse.  Además, sabes que no es así, pero esos pueblos grandes siempre parecen a medio terminar. Las casas rara vez se pintan, así que sus paredes  muestran el ladrillo al descubierto, sin ningún tipo de enlucido. Pero no ladrillos estrechitos de hipster en paredes de cocina con minibodegas y neveras retro, no. Ladrillo de obra de toda la vida, grande, práctico, naranja, unido por cemento gris. Muchas casas todavía conservan el encofrado en la parte de arriba. Sobresalen de sus tejados largas varas metálicas, como dedos de viejo intentando atrapar el poco oxígeno que sobrevive entre el dióxido de carbono y demás componentes nocivos que expulsan los viejos buses con motores diésel.
Ipiales es eso elevado a la máxima expresión. El caos ensuciado. Miradas torvas. Gente vendiendo cosas que no van a vender en los semáforos. Y una sensación inexplicable pero potente y real: no quiero estar ahí. La culpa la tiene lo que veo, pero también el tipo que está conmigo en el taxi. Me ha hecho la tranca. Venía conmigo en el bus y me había preguntado si viajábamos juntos a la frontera. Estupendo, me dije, así pagaremos la mitad cada uno. Pero no. Lo que pasaba es que el listo (porque es un listo) no llevaba dinero. Vamos,  que me ha hecho una PNL en toda regla, el muy cabrón. No es lo mismo decir "¿Viajamos juntos en un taxi?" que "¿Me das dinero para un taxi?" Vale, le digo, yo tengo que ir igual, así que vente.
¿Verdad que hay gente que desde el minuto uno sabes que no es trigo limpio? Puede que sea un gesto, o la manera que tiene de hablar, o el tipo de mirada. O una combinación de todo ello. El caso es que el color del aura de ese tipo era rojo y azul intermitente, como el que hay en la escena de un crimen.
Bien, llegamos al paso fronterizo. El taxista me lía diciéndome que no hace falta sellar para ir a Tulcán pero no le hago ni puto caso. El tipejo que se ha acoplado a mi no para de decir que hace frío. Estaremos a unos 33 grados más o menos. Eso también me mosquea. No tiene sentido. Si tiene frío de verdad es evidente que le pasa algo a nivel fisiológico. Y si lo que quiere es entablar conversación, algo totalmente innecesario en ese momento, es el peor entablador de conversaciones de la historia.  Bajo del taxi y camino a través del puente que separa Colombia de Ecuador, con el pesado tras de mi, enseñándome una cadena de oro que va a vender. Lo que me faltaba. Ahora si que no quiero que sigas a mi lado, chaval. Pero no sé como decírselo sin ofender, así que, estúpidamente, no le digo nada y el tipo sigue dando la brasa.  En la frontera hay de todo. Vagabundos, perros pulgosos, vendedores ambulantes de productos ambiguos, cambistas de moneda de mirada inyectada en sangre con fajos de miles de dólares en la mano intentando hacer negocio. Un consejo: quítate la capucha y ponte colirio en los ojos, macho. Tener aspecto de secuestrador heroinómano no va a ayudarte mucho a la hora de captar clientes.
Acelero el paso. Voy a la oficina de Ecuador y allí me dicen que tengo que sellar primero la salida de Colombia. Ok, doy media vuelta, atravieso otra vez el puente, hago cola.  Me lo sellan. Voy a Ecuador, hago otra cola, me sellan la entrada. Bien.
Intento dar esquinazo al tipo porque está en otra cola y a mi me han atendido antes. Voy a un baño público y me meto en el retrete. Allí aprovecho para ordenar documentos, contar pasta, separar la imprescindible para volver a Bogotá, y hacer tiempo a ver  si el tipo se pira.  Tardo unos diez minutos. Cuando salgo el tipo no está. Bien, joder, que alivio, ¿Verdad? Mentira. El notas aparece sonriendo con el brazo en alto. Eso quiere decir que me estaba buscando. Que me necesita. De otro modo se hubiera ido.
Oye, me vuelvo para Colombia, le digo mintiéndole.  Así no tiene más opción que decirme sonriendo que buena suerte, pero en sus ojos no existe la mínima sonrisa, lo que hace aumentar mis sospechas. Después de la cortante despedida me voy a cambiar pesos por dólares americanos a uno de esos fulanos que andan con fajos en la mano y vuelvo hacia el lado de Ecuador. He decidido que a tomar por culo, que no tengo que ir mintiendo a desconocidos para deshacerme de ellos. En el lado ecuatoriano me lo vuelvo a ver, con el brazo en alto y su falsa sonrisa, viniendo hacia a mi.

-Al final voy a Tulcán-le digo.

-Voy con usted en el taxi.

Y estoy a punto de decirle que no, cuando veo que queda una plaza libre en uno que va casi lleno y me meto dentro, cual fugaz meteoro, dejando al chaval en la estacada.

-Pero espérese a uno que quepamos los dos.

¿A que viene tanta insistencia? Que le follen.

-No, lo siento, tengo prisa.

-Ah bueno, todo bien- me contesta.

Pero yo sé que no está todo bien. Estoy en sitio de mierda. Está lleno de buscavidas, malandrines varios y gente que a saber que quiere de ti. Es una frontera terrestre, lugar peligroso por definición, donde se practica por huevos el contrabando de sustancias ilegales, entre otras cosas.  No voy a arriesgarme con una persona que desde el principio y por motivos varios me daba un mal karma de la hostia.

El taxi sale. Todo bien, ahora si.

(To be continued...)

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